16 de agosto de 2014     Número 83

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Hidalgo

Danzar y resistir: valle del Mezquital

Milton Gabriel Hernández García Profesor-investigador INAH

En la primavera de 1901, según refiere don Cerenio Cristino Alonso, llegó por medio del tren una imagen de la Virgen de los Ángeles. Su destino: la parroquia de la comunidad de San Francisco, en el municipio de Tecozautla, en el occidente del Valle del Mezquital, una zona árida del estado de Hidalgo. Se dice que venía desde España, mandada a traer por el cacique, por el “mero patrón de la Hacienda de San Francisco”. Entre garambullos y biznagas, escoltada por un grupo de peones y el caporal, atravesó los resecos y retorcidos caminos que la harían llegar hasta la iglesia que se ubicaba a un costado del casco de la hacienda.

Eran tiempos difíciles: el hacendado explotaba a la comunidad indígena apropiándose de la totalidad de la piedra de cantera que se producía en las minas para ser entregada en San Juan del Río y Tequisquiapan, Querétaro. Además, controlaba la represa que había construido la comunidad en el siglo XIX y las pocas tierras con vocación agrícola que existían. Algunos años después, el proceso revolucionario y la reconfiguración de la correlación de fuerzas a nivel local y regional pondrían en crisis la institución hacendaria. En otras comunidades vecinas, como Bajhí y Pañhé del mismo municipio, según indica la historia oral, la población indígena había expulsado y colgado en acto público al opresor. La reacción del hacendado en San Francisco se tradujo en persecuciones y homicidios colectivos. Los más ancianos de la comunidad recuerdan haber huido con sus padres hacia los cerros, escondiéndose en cuevas y oquedades. Las revueltas y movilizaciones, así como las alianzas con caudillos revolucionarios terminaron por expulsar al cacique. Pero las alianzas que concertaron los otomíes se ampliaron a las entidades del “mundo otro”, específicamente con la Virgen de los Ángeles, a quien le prometieron ofrendar una danza a cambio de su ayuda para liberarse de sus condiciones de opresión étnica y de clase. Los principales de la comunidad se dirigieron a la comunidad de Santa Rosa Xajay, en el municipio de San Juan del Río, para solicitar el apoyo de los maestros de la danza de españoles y moros que desde el siglo XVIII, según fuentes orales, allí se realizaba.

La liberación del yugo de la hacienda había ocurrido un 27 de marzo y por tanto, los habitantes de San Francisco acordaron realizar en esa fecha, año con año, la “santísima danza”. Pero en principio, esta celebración no había encontrado cabida en el ciclo ceremonial de la comunidad, pues en el santoral católico, el día de la Virgen de los Ángeles es el 2 de agosto y la fiesta patronal se realiza en el mes de octubre. La decisión tomada por los principales, es decir, por los encargados de las capillas-oratorio, fue insertarla en el calendario de los rituales carnavalescos que se estructura en torno a la cabecera.

Es así que el inicio de esta danza carnavalesca está profundamente vinculado a la historicidad, a la ancestralidad y a la acción social de resistencia colectiva, sin recurrir al sentido de fertilidad y purificación del resto de los carnavales de la región. Los mayordomos y el mayor de los xita insisten en que, a diferencia de otros carnavales que se celebran en las cercanías, el de San Francisco se encuentra profundamente alejado de la dimensión agrícola. Sin embargo, estos rituales propiciatorios de fertilidad se reducen al pequeño sector que desarrolla actividades agrícolas, pues el 70 por ciento de la población se dedica a trabajar la cantera.

Se dice que el “contrato” que establecieron los “antiguas” de esos tiempos revolucionarios con la “Santa Virgen” exigía la realización ulterior, repetitiva e incesante de la danza en tiempos carnavalescos. Desde ese tiempo se supo que la ruptura de esta reciprocidad por parte de la comunidad podría desatar consecuencias nefastas. Y a pesar de ello, así sucedió en 1938, cuando por las condiciones de precariedad económica se tomó la decisión de no realizar la danza. Señala don Nicolás Guerrero: “En ese año no se hizo la danza y por eso la Virgen castigó a la comunidad. Se murieron 45 niños y niñas. Apenas iban a dejar a dos o tres al panteón cuando ya se morían otros cuantos y venían por ellos. Cuando se empezó a morir la gente, empezaron a pedir perdón. Hicieron la danza y se dejó de morir la gente en ese momento. Es por eso que, si no se hace, ya sabemos a qué nos atenemos, ya sabemos las consecuencias”.

La comparsa de danzantes está conformada por 16 integrantes, quienes representan en el tiempo presente a “aquellos que dieron su vida por nosotros”. Cada danzante tiene su xita (ancestro en otomí). El grupo de los xita no es otra comparsa independiente, sino un álter ego desdoblado, una extensión transfigurada, una especie de desdoblamiento demoníaco e irreverente de los danzantes. Los 16 xita de San Francisco representan al ancestro mayor de cada uno de los 16 linajes que existen en la comunidad. El danzante de Rey Saúl tiene su xita Rey Saúl, el Rey Ofredo tiene su xita Rey Ofredo y así sucesivamente, recordándonos que la alteridad ancestralizada vigila permanentemente los actos de los vivos. Durante el carnaval, los xita juegan un papel contradictorio: por un lado, son quienes están obligados a servir obediencialmente a los danzantes, pues deben acercarles durante el tiempo ritual, leña de mezquite y agua de manantial que han recolectado en el monte. Por el otro lado, son los operadores del “mundo otro”, los vigilantes que deben conducir a los danzantes en la realización paradigmática del ritual, comandados a su vez por el “mayor de los xita”, un personaje elegido en asamblea comunitaria.

El lunes de carnaval se realiza el primer combate con espadas entre los dos ejércitos que integran los danzantes. Ese día culmina con la muerte de un moro, que representa a su vez al pueblo otomí que ha caído en la batalla. Las malinches son las encargadas de llorar al muerto dentro de la iglesia. Es un momento de alta intensidad ritual. Los malos espíritus o muertos reducidos a malos aires rondan la iglesia y pueden enfermar a los participantes, por lo que el mayor de los xita toca incesantemente una campana y prende las velas, tratando de ahuyentarlos. Es por todo lo dicho que podemos postular que en San Francisco el carnaval es considerado un momento de riesgo vital: al abrirle las puertas al caos desbordado, la vulnerabilidad corpórea de los participantes se intensifica.

Posteriormente se realiza la segunda batalla. Los xita van a recoger al monte los “éndolos”, que son unos frutos que han empezado a brotar de las cactáceas. Hacia el anochecer, las dos tropas deben colocarse dentro de las inmediaciones de un cuadro que ha sido trazado en el suelo. Este cuadro demarca los linderos, la interioridad y la exterioridad del territorio comunitario. Comandados por el Rey Saúl y por el Rey Ofredo, los soldados inician el combate con la ayuda de sus respectivos xita. Es el momento más multitudinario del carnaval; las fuerzas indómitas emergen y los malos aires acechan el campo de batalla. La “guerra de endolasos” se prolonga hasta que de manera necesaria, uno de los dos ejércitos se rinda. Durante esta fase del ritual, los cuerpos de los soldados, ya sean danzantes o xita, se vuelven vulnerables a las entidades nefastas. Los endolasos abren oquedades en el lugar del impacto por los que pueden introducirse los malos aires, sobre todo aquellos que murieron en las cercanías.

En el carnaval de San Francisco, los referentes sacrificiales o de fertilidad agrícola nos ofrecen claves para tratar de hacer inteligible la lógica de una danza en la que se pone en juego la subsistencia comunitaria. La recolección de agua de manantial que debe ser entregada a los soldados que ofrecen su vida por el futuro y por la historia remite a una tradición que trasciende la frontera de la ocupación histórica otomí. El momento de recolección del agua y la leña rememora el pasado nómada, cazador y recolector de “los de antes”, de los ancestros fundacionales que carecían de este líquido. Otro de los factores que remite a esta tradición entra en escena el Viernes de Dolores y deambula durante la noche sobre los linderos comunitarios, simulando actos de guerra y una voluntad altamente piromaniaca: es la Comparsa de los Comanches que remite a la nostalgia de los “abuelos mecos” o chichimecos.

Sin duda, esta danza en honor de la Virgen de los Ángeles es una de las más fascinantes del Valle del Mezquital, pues además de su fastuosidad técnica, pone en juego elementos medulares de la cultura otomí del occidente de Hidalgo: el indómito pasado chichimeca, la resistencia histórica frente al dominio español y caciquil del latifundio y la capacidad de negociación de los pueblos originarios con las entidades metahumanas que posibilitan y regulan la vida comunitaria.

Tabasco

El baila viejo, una danza tradicional
de la población Yokot’an

Miriam Judith Gallegos Gómora INAH-Tabasco

Un 13 de agosto, hace 12 años, durante el preámbulo a la fiesta patronal de la Virgen de la Asunción en el poblado de Tecoluta, Tabasco, dos investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) pretendíamos indagar cuál era la participación de las mujeres en una danza tradicional de fuerte raigambre en Tabasco: el Baila Viejo, cuyo nombre en lengua yokot’an es Ak’ot tubá noxi’.

Con anterioridad habíamos visto esta danza en festivales culturales, y conocíamos las máscaras, sonajas e instrumentos musicales que la acompañan en la colección que resguarda el Museo de Cultura Popular en Villahermosa. Nunca hasta ese día, a las diez de la noche, había sido posible conocer el significado que tiene esta danza entre la comunidad yokot’an, que reside principalmente en los municipios de Nacajuca y Centro.

La celebración inició al interior de la casa de quien era el patrono entonces. En la cocina, ubicada en la parte posterior de la vivienda, un grupo de mujeres conversaba alrededor de un fogón, donde una joven daba vueltas con una pala a una tinaja metálica llena de atol de maíz. Mientras tanto, en el cuarto principal de la vivienda, frente a un sencillo altar, tres hombres de mediana edad danzaban descalzos y en círculo, en dirección contraria a las manecillas del reloj. Cada uno portaba sobre la frente la máscara de un anciano de larga cabellera. Al pasar frente al altar inclinaban la cabeza con respeto, luego caminaban rítmicamente, mientras que con la mano derecha agitaban una sonaja y con la izquierda sostenían un pequeño abanico que alzaban por momentos, dando la impresión de que el brazo de cada uno era un ala. La ceremonia, que tenía rato de haber iniciado, era acompañada por los gritos que los danzantes emitían cada cierto tiempo. Al fondo del cuarto, un grupo de tamborileros guiaban la danza con su música. Tres individuos percutían tambores, uno más señalaba el ritmo de la melodía con el sonido agudo de un carrizo.

Era evidente la separación de los espacios por género. La patrona y otras mujeres del pueblo organizaron y prepararon en la cocina los alimentos y bebidas de la ceremonia comunal. Mientras, en el área de recepción de la casa, sólo los hombres danzaban y tocaban música agradeciendo o pidiendo favores a sus deidades. Afuera, desde el portal de la casa, el resto de la población, hombres y mujeres de diferentes edades, observábamos la ceremonia.

En un receso de la danza, las mujeres comenzaron a distribuir tamales y jícaras rebosantes de atol condimentado con cacao y pimienta, ingredientes necesarios para que los danzantes tuvieran energía para continuar la danza toda la noche, y que la gente pudiera resistir la velada. La ceremonia continuó poco después dentro del templo. Allí, mientras se mezclaba la música de los tamborileros, el denso humo del copal, los gritos de los danzantes y el ruido de las sonajas con el murmullo de los rezos en yokot’an, una joven caminaba por el templo cargando un cesto con las joyas de la virgen, frente a las cuales la gente se inclinaba, persignaba o las besaba.

Es en esta ceremonia donde la danza del Baila Viejo cumple su papel más destacado: honrar a la santa patrona del poblado agradeciendo sus favores. Sin embargo, existen otras ocasiones donde los particulares pagan una promesa organizando un banquete y la danza; o se ejecuta, ya con menor frecuencia, para velorios.

En el mundo prehispánico la danza era un medio importante de comunicación con los entes supernaturales y acompañaba las ceremonias de un nuevo ciclo o la entronización de los gobernantes mayas. Esta tradición perduró con el paso del tiempo. El primer registro histórico del Baila Viejo se encuentra en el texto del presbítero Manuel Gil y Saenz, en 1872, quien menciona la realización de una danza con enmascarados y música dentro de un templo. Afirmaba que las mujeres elaboraron el banquete, que incluyó tamales de cocodrilo. Tiempo después, el fotógrafo Elías Ibañez y Sora registró, en 1904, a músicos y un danzante enmascarado que participaban en un bautizo indígena en Olcuatitán.

El Baila Viejo es parte de la identidad social de la población yokot’an. Integra conocimientos ancestrales desde la selección correcta de bejucos para sujetar los tambores, hasta la fecha en que debe cortarse la madera para hacerlos. Las melodías, los pasos, el movimiento de los brazos, el uso de una sonaja o un abanico de fibras tejidas han sido, como la lengua yokot’an, transmitidos por numerosas generaciones. Su continuidad a futuro depende de la población que le ha dado sentido a lo largo de los siglos, y no sólo reconociéndolo “oficialmente” como patrimonio cultural inmaterial.

Hidalgo

Danzas y tradiciones en la huasteca


FOTO: Carlos Alberto Ramos Benigno

Antonio Bautista Ortuño (nahua) ICSHU - UAEH

La Huasteca hidalguense, antes que tratarse de una zona marcada geográficamente, es un mosaico cultural producto de una construcción histórica y tradicional de pueblos indígenas, asentado en este espacio del estado de Hidalgo. Al parecer, actualmente son únicamente los nahuas quienes diversifican y sostienen, a partir de la danza, una expresión valorativa, identitaria y cultural.

Éste es el caso de Tecacahuaco, comunidad nahua del norte de Hidalgo, que sostiene, a partir de sus tradiciones, una clara permanencia colectiva a pesar de los procesos de cambio social y global. La continuidad de algunas de sus danzas, ligadas todas ellas a su reproducción cultural, son un claro antecedente mesoamericano y un arraigo colonial que actualmente alberga un carácter semiótico a partir de su diversidad y complejidad.

A continuación se mencionan y describen algunas de las danzas características de esta región y pueblo.

Las Inditas. Estos sones son de creación más reciente en la comunidad. Los interpretan un huapanguero, un jaranero y un violinista. Dos agrupaciones integran a las mujeres danzantes; una, conformada por mujeres jóvenes, y otra, por mujeres adultas. Ellas ofrendan sus cantos y su esfuerzo a quien denominan to nana o tonantzin Santa María de Guadalupe. Esta ofrenda puede prolongarse días enteros. Su presencia destaca particularmente en la fiesta patronal de la Asunción, del 14 al 16 de agosto, y en otras manifestaciones religiosas no sólo dentro de la comunidad.

Xochitini.La traducción correspondiente es “danzantes con flores”. Se ignora el origen de esta danza en la comunidad de Tecacahuaco. Los habitantes afirman que es una tradición que viene desde “tiempos pasados”. Tata Velasco, representante violinista, actualmente sigue interpretando los sones de esta danza, misma en la que ha perfilado durante muchas generaciones pasadas. Sus adornos consisten en coronas de papel lustre de distintos colores en la cabeza. En las partes laterales, usan orejeras del mismo material. Los danzantes llevan un espejo en la parte frontal, cascabeles en los pies, una sola sonaja en la mano derecha y una banda transversal con bordados de flores coloridos. Los Xochitini únicamente hacen acto de presencia en la fiesta patronal de la Asunción. Generalmente se mantienen en movimiento circular al frente de la procesión. La danza la integran únicamente niños y hombres mayores de edad, que son orientados por danzantes con experiencia, quienes a su vez son respaldados por las autoridades de la comunidad.

Chicomexochitl o “siete flor” es la representación actual de mayor arraigo y riqueza histórica en la comunidad. Tata Herminio cuenta que para Chicomexochitl se requiere la presencia de don Antonio, quien es especialista en los preparativos precisos que exige Chicomexochitl –labor encomendada a reconocidos curanderos– y es reconocido por saber sones “originales” del costumbre, interpretados con su violín en compañía de un huapanguero y un jaranero.

El maíz constituye más que una semilla alimentaria. Se trata de una entidad espiritual; se trata de niño maíz, a quien es preciso cuidar, velar en noches enteras, cantarle, arrullarle con los sones del costumbre, que son un elemento crucial para danzar y sostener el equilibrio en el universo. Acuden regularmente hombres y mujeres mayores, niños y niñas, con bordados en manta de representaciones coloridas de animales y de plantas, que son las entidades espirituales con los que se asocia la cosmovisión de los comuneros nahuas.

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