16 de agosto de 2014     Número 83

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Chihuahua y Sonora

El yúmari pima:
entre petición y fingimiento

Andrés Oseguera Montiel

En el norte de México, en los estados de Chihuahua y Sonora, los pueblos indígenas que viven en la sierra Madre Occidental siguen danzando como lo hacían sus ancestros: durante la noche, a plena luz de la luna y en medio del bosque, para asegurarse una buena temporada de lluvias fundamental para la siembra de maíz y frijol. La danza llamada yúmari entre los indígenas pimas, también conocidos como o’ob (“gente”), evoca el pasado de una sociedad que buscaba mimetizarse con los animales del bosque durante el inicio de las lluvias y la crecida de los ríos. En efecto, durante tres noches seguidas, las mujeres pimas danzan en un “patio” rectangular, frente a un pequeño altar donde se cubre una cruz con un petate. En el otro extremo del altar tres cantadores, con sonaja en mano, interpretan sones en lengua pima que describen a los animales del bosque como los zopilotes, las grullas, el cochi o jabalí, entre otros. Las mujeres que danzan durante las tres noches, se mueven como los animales que van describiendo los cantadores de manera monótona y repetitiva.

En la pieza del zopilote, por ejemplo, las mujeres toman su suéter de las puntas y mueven los brazos como si estuvieran volando como lo haría esta ave carroñera cuando busca o identifica desde lo alto del cielo algún animal muerto como alimento. En la pieza de las grullas, las mujeres, cobijadas por la noche, se ufanan por molestar a los presentes del ritual precisamente cuando éstos están adormilados si no es que totalmente dormidos; van imitando a estas aves caracterizadas por sus picotazos cuando están molestas, y los asistentes se ven importunados por su pertinaz toque con las manos como si se tratara del pico afilado de las grullas. En el son del jabalí comienza una lucha entre el encargado de la fiesta con estas mujeres comprometidas con su papel de imitar a tales animales que aprovechan la oscuridad para robar la comida que se prepara durante la noche y que se reparte a los asistentes al final del ritual. Las mujeres, como si estuvieran posesas por este animal, luchan con las cocineras que preparan frijoles y un guiso de carne de res con papas, para arrebatarles la comida y hacer destrozos. Al final, logran llevarse tortillas, o tiran la olla de frijoles, sin importarles el enojo de las cocineras y el reclamo del encargado del ritual.

Esta imitación del comportamiento animal permite alas mujeres danzantes interactuar con los asistentes que llegan a observar la danza. La diferenciación entre animales y seres humanos se lleva a cabo mediante el comportamiento fingido de las mujeres y la aceptación de este comportamiento de los asistentes al yúmari. Se trata, sin duda alguna, de resaltar las diferencias entre animales y seres humanos mediante la exageración del comportamiento de las intérpretes durante la danza. De ahí por ejemplo que cuando se mimetizan como si fueran burros, no lo hacen como los animales de carga o para arar la tierra, sino como bestias incontrolables que hacen destrozos a su paso. En esta pieza dancística, los asistentes hacen lo posible para evitar el paso de las mujeres que lanzan coces como lo haría un burro descontrolado, hasta que un asistente se propone participar fingiendo que es un domador de burros. El comportamiento fingido y exagerado de las mujeres llega incluso a parodiar a los hombres, sobre todo cuando éstos están en estado de ebriedad. En la pieza del “borracho”, las mujeres se van tambaleando en la “patio” ritual, como lo haría cualquier hombre que ha tomado bebidas embriagantes, lo cual desata la risa de los asistentes.

Las interacciones que se generan entre los asistentes y las mujeres danzantes serán las que se recuerden una vez que se termina el ritual; se hablará de los destrozos que pudieron hacer los cochis; de las travesuras que hicieron los zopilotes y la grulla cuando la gente estaba dormida, etc. En otras palabras, además de pedir por una buena temporada de lluvias y asegurar con ello la cosecha de maíz y frijol, las interacciones entre los individuos y la diferenciación que constantemente enfatiza el comportamiento fingido es lo más memorable para los pimas de Chihuahua y Sonora. Al final del yúmari, después de tres noches de performance y de repartirse la comida que se fue cocinando a la luz de la luna, los hombres y las mujeres se colocan en dos hileras y, de manera introvertida y cohibida, se despiden diciendo: “hasta el próximo año”.

Chihuahua

Los guarijíos y la danza del tuguri


La paskola de la iguana, durante el tuguri de Morcorichi,
Uruachi, Chihuahua FOTO: Sebastien Neveu

Claudia Jean Harriss Clare DEAS-INAH

La gran mayoría de los guarijíos (warijó) viven en las barrancas de la Sierra Madre Occidental del noroeste mexicano. Son hablantes de un idioma yuto-azteca que, en el estado de Chihuahua, incluye a 950 personas en la Sierra Tarahumara, y otros dos mil hablantes, de la variante del río Mayo, ubicados al pie de la sierra por el sur de Sonora. En general, se trata de una vida campesina en un medio agreste de barrancas, con altas temperaturas (hasta 50 grados centígrados en el verano), de sequías y escasez de agua, por lo que viven a cuenta de la temporal de lluvia (junio a agosto), de los aguajes, arroyos y del río Mayo.

Asimismo, aprovechan la pesca en el río, la crianza de ganado, la cacería de venado y jabalí, la recolección de plantas comestibles y medicinales del monte y, en las temporadas bajas (después de las cosechas en noviembre), los hombres trabajan como jornaleros o albañiles en los valles de Sonora y Sinaloa. Como no hay canales de riego en el territorio tradicional, la siembra de maíz, frijol y calabaza se sostiene con el agua del cielo.

Sus creencias y prácticas religiosas reflejan la gran importancia del agua y el monte en su vida. En particular, el ceremonial del tuguri o tuburada comprende sus ideas reflejadas en las danzas de las mujeres y en las de paskola de los hombres que, en su conjunto, simbolizan una relación vigente con los antepasados y su entorno social y natural.

El tuguri es una fiesta; también es una danza, la cual es organizada por los individuos y sus familiares en el solar de sus casas en las rancherías. Su objetivo es agradecer a Dios y los antepasados por las cosechas; además, asegura la lluvia, la abundancia de la tierra, la fertilidad de las mujeres y la continuidad del grupo. Asimismo, el evento es una forma de compartir comida y demostrar reciprocidad ante los demás integrantes de la comunidad.

El ceremonial dura tres noches seguidas con rezos, cantos, danzas, comida y bebida. Es un momento para fomentar la cohesión social del grupo y reunir a los que viven en las rancherías alejadas, y así propiciar el inicio de los cortejos entre jóvenes y los compadrazgos; en general, el fortalecimiento de alianzas sociales distintas a las del trabajo.

Para la realización de una tuburada, es necesario contar con suficiente maíz para los tamales, tesgüino (cerveza de maíz) y carne de vaca o chivo para el pozole. Toda la comida está elaborada por las mujeres y sin sal, pues de acuerdo con sus creencias, es una forma de honrar a los ancestros que carecían de este componente.

También, hay otros elementos esenciales para el ritual, entre ellos: el maestro rezandero o maynate que interpreta los cantos del tuguri con tres sonajas. El maynate reza y coloca el altar con la Santa Cruz; una imagen de San Juan (el santo del agua), otra de San Isidro Labrador (el santo del trabajo) y otra de la Virgen de Guadalupe (la madre de todos los guarijíos); el copal, que representa las nubes de la lluvia, y el agua “bendita” de un aguaje del monte.

Para el evento, el maestro se sienta frente el altar, el cual está ubicado por el lado oriente del patio, en la misma dirección de donde viene el agua del temporal para las siembras. Además, en una ramada cercana, hay otro espacio vital, éste es de los músicos de arpa y violín, quienes tocan para las danzas llamadas de paskola de los hombres. A partir de sus distintos sones, invocan la vida de los animales y las plantas del monte, entre los cuales se encuentran El Venado, El Coyote, La Iguana, La Chupa-Rosa, La Flor y otros más.

Durante el tuguri, mientras los hombres bailan paskola en la ramada e invocan la vida del monte, las mujeres danzan el tuguri en filas, tomadas de las manos, frente el cantador o maynate, en un paso que representa la preparación y la fertilidad de la tierra y la llegada del agua para la siembra.

Para terminar este breve resumen, se puede decir que la tuburada representa una dimensión vital de las prácticas autóctonas del grupo. Además, expresa una identidad cultural étnica que merece mayor atención y respeto, ya que manifiesta una relación íntima con el entorno cuyo significado aún no comprendemos. Desafortunadamente, al igual que el territorio tradicional y el pueblo mismo, este patrimonio cultural de los guarijíos se ve amenazado por las condiciones interétnicas conflictivas locales, la apropiación de sus tierras por megaproyectos del Estado, la pobreza y la violencia serrana asociada con el narcotráfico. Más allá de las ganancias generadas por la explotación del territorio tradicional, estas expresiones de diversidad cultural son los recursos simbólicos que nos permiten prosperar.

Sinaloa, Sonora y Chihuahua

Los pascolas y el venado. Danzar al mundo natural en el noroeste de México


Venado en Sábado de Gloria. Mochicahui, municipio de Ahome
FOTO: Alejandro Martínez de la Rosa

Alejandro Martínez de la Rosa Universidad de Guanajuato

Entre algunos grupos indígenas del noroeste de México, en Sinaloa, Sonora y Chihuahua, se comparte, además de la lengua de raíz yutoazteca, la tradición de bailar pascola y venado. Estos pueblos se autodenominan yoremes (mayos), yoemes (yaquis) y rarámuris (tarahumaras). Dentro de la tradición dancístico-musical de yoremes y yoemes, hay dos momentos distintos en la danza de pascola: uno en el que son acompañados musicalmente con flauta y tambor, y otro en el cual son acompañados con arpa y dos violines. Al terminar, se intercala la danza del venado, bailada por un solo personaje caracterizado por la cabeza de venado que lleva el bailador amarrada en la parte superior de su cabeza.

Éstas son las manifestaciones más importantes para yoremes y yoemes en las celebraciones del ciclo de vida, del calendario católico y del calendario de siembra-cosecha. De acuerdo con la descripción de Bernardo Esquer, músico, danzante, laudero, rezandero, curandero y conocedor de la cultura yoreme, los pascolas son los animales del monte, y sus máscaras representan chivos, cerdos, perros o coyotes, principalmente. Ellos llegan a la enramada para representar el tiempo mítico donde no había hombres ni sociedades: es el principio de la fiesta.

Los fiesteros son personas de la comunidad que reciben el cargo para organizar la celebración. Ellos, los alawasin y los alférez, son los que presiden y ordenan la fiesta y tienen la obligación de apoyar y atender a los oficios. Entre éstos están las paradas de músicos y danzantes.

Cuando se llega a la enramada, símbolo del mundo natural, los fiesteros entran jalando con una vara a los pascolas y al venado y quedan frente a la parada de músicos de arpa y violines. Es frente a esta parada que se quedan los danzantes pascoleros. Ahí es donde el pascola mayor comienza a describir por qué se encuentran ahí ellos y el entorno del principio de los tiempos, sin dejar de lado la comicidad.

Esta representación del origen se da en el contexto del Juyya Ánia, o mundo vegetal, “del monte”, donde la naturaleza dicta su ley. En ese momento el arpa representa un árbol podrido, un árbol primigenio de donde obtendrán su primera comida estos seres míticos primigenios. El pascola mayor toma la vara con la cual los fiesteros han guiado a los pascolas y la introduce en la boca más grande del instrumento, donde unas ratas muerden la vara. Cuando pasa al segundo agujero, de mediano tamaño, dice que ahí hay iguanas. En el tercero y último, hay abejas de donde sacan miel producida por ellas.

Mientras se da esta representación mítico-originaria, los músicos de arpa tocan una serie de melodías sin canto, llamadas Ca’ anariam, en la cual los pascolas tienen la máscara puesta sobre el rostro. Una vez que termina la recitación del pascola mayor y la interpretación de los “Canarios”, los pascolas bailan una pieza musical juntos en la cual se dan pequeños golpes rápidos sobre el piso de tierra. Después pasan a bailar con el “tambulero”, donde se dan pequeños pasos rítmicos más lentos que con la parada del “arpalero” y se toca una sonaja llamada “senaso” que se sujeta por el mango con una mano, mientras la otra mano percute la sonaja con la palma. Para terminar, baila el venado con sus dos grandes sonajas, acompañado musicalmente por la parada de raspadores (jirukias) y tambor de agua.

Una vez que danza el venado, vuelve a iniciar el ciclo: primero se baila pascola con arpa, donde la máscara no se lleva sobre la cara sino a un costado o atrás; luego se baila pascola con flauta y tambor, con la máscara puesta sobre la cara; y enseguida se baila venado. Los pascolas bailan aquí uno por uno. Así continúa el ciclo desde la tarde hasta la mañana o mediodía siguiente.

Cada etapa del día tiene sus sones y su afinación. En la tarde, en la noche, a la medianoche, en la madrugada, en el alba y al amanecer, y otra vez al mediodía. Cada una de ellas se cambia progresivamente para interpretar los sones específicos de esa hora del día, determinados por las acciones y los momentos en que esos animales aparecen. Así, estas danzas no retratan una lucha entre el bien y el mal, sino representan el tiempo mítico en que prevalecía el mundo natural con sus dioses primigenios.

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