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Puebla “Como danzantes, somos ofrenda” Milton Gabriel Hernández García* y Lourdes Janett Gallardo Robles** *INAH **CIESAS En el marco de la fiesta patronal de San Salvador, en el municipio totonaco de Huehuetla, los pasados 31 de julio y primero de agosto se realizó el Segundo Encuentro Regional de Danzas, con el objetivo de “mantener y promover las diversas danzas de nuestros pueblos como expresión cultural y de fe, a fin de superar el folklor y fortalecer la espiritualidad de los danzantes”. Organizado por la Comisión de Cultura de la Parroquia del Divino Salvador, con el apoyo de la Pastoral Social de la iglesia y el ayuntamiento, centenas de familias colaboraron aportando maíz, frijol y café para alimentar a los danzantes que arribaron desde diferentes comunidades nahuas y totonacas de la sierra, entre otras Hermenegildo Galeana, Huahuaxtla, Putaxcat, Leakaman, Xilocoyo y Ahuacatlán. El encuentro dancístico se inició con un ritual que fue representado en un pequeño complejo colocado a lado de la iglesia, que emulaba las sagradas pirámides de Yohualichan y Tajín, dirigido por integrantes del Consejo de Ancianos de la comunidad. Allí se ofrendaron a los cuatro rumbos del universo: flores, maíz, copal, tamales, café, chocolate, refrescos y cervezas, así como la sangre de cuatro guajolotes. En el centro que simboliza el centro de la vida, el lugar en donde se unen la humanidad y la divinidad, donde se cruzan los caminos, se colocó la ofrenda principal: la sangre y la cabeza de un guajolote blanco, acompañado de las demás ofrendas. Las danzas, concebidas también como ofrendas, fueron recibidas con un ritual de purificación de manos. En el atrio de la iglesia, siempre saludando a los cuatro rumbos cósmicos, se presentaron las diferentes danzas que acudieron a la convocatoria. La fastuosidad de la Danza de los Quetzales no podía faltar. De origen prehispánico, esta danza representa a un ave que aunque ya no existe en la región, es característica de ella y su peculiaridad consiste, además de su hermosura, en no soportar el encierro, pues se dice que al ser capturada, inevitablemente muere. Asociada también a los cultos solares precolombinos, esta danza logró sobrevivir a la cruzada de la evangelización. Sus motivaciones son propiciatorias de buen temporal, buenas cosechas y buena salud no sólo para los hombres, sino para los animales y los vegetales. Los danzantes saludan a los cuatro rumbos, pidiendo al sol que ilumine al pueblo. En algunas comunidades, los danzantes giran en una cruceta, imitando a los quetzales que al emitir la belleza de su canto, giran en torno a un árbol. Van ataviados con adornos de vistosas plumas en un penacho que asemeja el disco solar en torno a la cabeza. En sus atavíos llevan bordados, cintas, chaquiras, espejuelos y lentejuelas. Los movimientos dancísticos se hacen acompañar de música ejecutada por un solo instrumentista, el cual utiliza una flauta de carrizo y un tamborcito de doble parche. De la capa cuelgan hilos de siete colores, asociados al arco iris y al número de años que un danzante compromete su vida en esta actividad ritual. Según expresó uno de los danzantes que acudió al encuentro: “los que bailan esta danza no es para lucirse o por vanidad. Se hace para pedir favores para el pueblo totonaco, favores divinos”. De la comunidad totonaca de Putaxcat llegó la comparsa de los “San Migueles”, acompañados de su respectivo diablo, una guitarra y un violín. La indumentaria de los integrantes de la danza es de gran colorido, pues utilizan el atavío del “Príncipe de la Milicia Celestial”. Como es sabido, esta danza de origen colonial fue introducida en las regiones indígenas como un instrumento didáctico para transmitir la fe cristiana y la lucha del bien contra el mal, representada en la heroica gesta de San Miguel Arcángel contra el demonio. También participó la Danza de Negritos, la cual representa el trabajo de los peones de origen africano en los trapiches azucareros. Al ser una “costumbre de mucha antigua”, la danza debe ser respetada. En el encuentro se mostró un explícito rechazo a reducirla a mero folklor o espectáculo. Un hombre que observaba la Danza de Voladores hizo evidente su molestia cuando una parte del público aplaudió al terminar la ejecución: “no se tiene que aplaudir, esto no es espectáculo. Los danzantes lo hacen por fe, ellos dan su vida, la arriesgan”. Antes de concluir el encuentro, las comparsas danzaron dentro de la iglesia y en dirección a los cuatro rumbos, despidiéndose y agradeciendo por la alegría colectiva. Por los intrincados caminos que llevan a Huehuetla se fueron yendo poco a poco los hombres y mujeres que durante dos días inundaron de colores y sonidos el atrio y las calles: Quetzales, Tejoneros, Voladores, Negritos, San Migueles, Maringuillas, Capitanes, Caporales, Toreadores, Santiagueros y demás guardianes de una tradición que persiste a contrapelo de las tendencias dominantes y que resiste a los embates de la voracidad capitalista que se espacializa en la región por la vía de los llamados proyectos extractivistas o proyectos de muerte. Zacatecas Juan Parga Ibarra: 50 años Pablo Parga P. Como todos en el pueblo, el señor Juan dice haber nacido en El Bajío. Pero se podría afirmar que ese pueblo no existe. Aunque así le digan todos, el nombre oficial es La Tesorera; es un poblado perteneciente al municipio General Pánfilo Natera, en Zacatecas. Se ubica al sur del estado, a 60 kilómetros de la ciudad capital, y a mil 500 metros de La Blanca, que es la cabecera municipal y por tanto la localidad más importante del rumbo. Para evitar confusiones, la propia gente se refiere al pueblo como El Bajío de La Tesorera. En ese mismo lugar nacieron Lino Parga Guevara y Octaviana Ibarra Ortiz, quienes tuvieron cinco hijos, entre ellos Juan Parga Ibarra, mejor conocido desde hace muchos años como Juanito. En realidad, Juanito es un gran señor que en algún tiempo pesó poco más de cien kilos. Nació el 11 de abril de 1946, y desde hace 50 años ha participado en la danza del lugar. Los expertos y estudiosos dicen que lo que él ejecuta se le llama “matlachines”, “matachines” o “tatachines”, pero él dice que es la danza del esgrima. Estudió hasta el cuarto año de primaria, en la única escuela del lugar, donde una maestra atendía todos los grados escolares. Como él mismo reconoce, no le gustaba la escuela; en cambio, desde chico traía “la noción por la música”. A los 18 años de edad comenzó a estudiarla de manera autodidacta, en un acordeón que le había comprado a Damasio, un músico invidente que provenía de El Saucito, un poblado cercano, y que frecuentemente iba a El Bajío a tocar su acordeón de puerta en puerta y pedía dinero a manera de limosna. Con 50 pesos “de los de antes”, prestados por su madre, Juanito adquirió éste su primer acordeón, de dos hiladas de botones. Aprendió solo, “nomás a lo que iba saliendo”, escuchando la música del radio, con canciones norteñas cantadas por Los Alegres de Terán y Los Hermanos Prado. La música en el radio funcionaba mientras había pilas (baterías), ya que en aquella época, no había luz en el pueblo.
A la misma edad inició en la danza, pero el gusto ya venía de antes. De niño, jugaba a las tumbadas con otros de su misma edad, sobre la arena del arroyo que confluía en el centro del pueblo, muy cerca de la iglesia hecha de adobe, donde los danzantes ensayaban en los días previos al 15 de mayo. “La danza se me hacía una cosa muy bonita, allí permanecía yo mucho tiempo nomás mirándola hasta la diez u 11 de la noche”. Un día se animó a decirle al capitán de la danza, Juan Chávez, que lo dejara entrar; le contestó que sí. De ahí ya no pudo salir, porque al poco tiempo Juan Chávez lo puso de capitán en una de las dos líneas de danzantes, entonces “entre él y yo traíamos muy bien ensayada y parejita la danza”, dice. Unos años más tarde Juan Chávez se convirtió en el violinista y le dejó a Juanito la responsabilidad total de la danza. Estirando la vida con sus manos en el acordeón, Juanito manifiesta llevar 50 años en la danza y en la música. En algún tiempo, sus compañeros de danza han sido también del grupo musical que formó cuando ya sabía algo de música; al inicio la agrupación se llamó Los Mensajeros del Águila, y después quedó como Los Texanos del Bajío. Paulín Rodríguez, que tocaba el tololoche y la redova en ese grupo, pasó a capitanear la otra línea de la danza. Así duraron más de 40 años, pues Paulín falleció en 2010. Según refiere, al principio la danza se le hacía muy trabajosa tanto por la dificultad en la ejecución, como por el número de sones, que pueden llegar a ser hasta 30, cada uno con diferentes pisadas. Desde que él comenzó la danza hasta principios de los años 90’s del siglo XX, sólo se hacía la danza en El Bajío el 15 de mayo en honor a San Isidro, pero el grupo de danzantes era invitado a las fiestas religiosas de los pueblo circunvecinos como La Blanca, El Saucito, Guanajuatillo y La Presa. A iniciativa del señor Irineo Parga Betancourt, a finales de los 80’s se comenzó la tradición de hacer otra fiesta con la participación de la danza los días 14 de septiembre, dedicada a la imagen de La Preciosa Sangre de Cristo; a principios de 2000 se implementó la fiesta de Santa Cruz los días 3 de mayo, y en los años recientes cada 19 de junio se celebra a San José del Buen Camino. En todas estas fechas es imprescindible la danza. A decir de Juanito, lo mejor de la danza es cuando toda está acoplada, entonces no hay ninguna dificultad, pues cada quien sabe lo que debe hacer. “Lo bonito de antes, fue cuando éramos 24 danzantes, 12 por línea, íbamos parejitos, hasta temblaba el suelo de tan parejos”. Debido a la complejidad de los pasos, Juanito le puso el nombre de la danza del esgrima, por lo “(…) trabajosa que es. Otros le dicen que la danza de indios, pero como ésta no es fácil yo le puse danza del esgrima, porque mientras se baila se hacen muchos floretes. El esgrima es un juego de espadas. La primera vez que escuché la palabra fue en El Saucito, la dijo el señor Emilio Méndez, que cuando la vio me dijo: esta danza está muy trabajosa, vamos a ponerle del esgrima, porque tiene muchos floretes, parece que van a pisar con una pata y siempre no, pisan con la otra”. Haciéndole caso al señor Emilio, Juanito así le dejó el nombre. Aunque la gente del pueblo únicamente se refiere a ella como la danza. Al ser interrogado sobre la mejor etapa de la danza, manifiesta que “es cada año”, desde el 15 de abril, que es cuando se convoca a los danzantes para ensayar, hasta el 16 de mayo, en que concluye la fiesta. En ocasiones la única dificultad que se tiene es la de juntar a toda la gente, porque algunos tienen que andar en su labor o en otras actividades. Sobre el atuendo de la danza calcula que en sus 50 años de danzante, ha usado unas diez nagüillas (tipo de faldón con aberturas laterales, adornado con carrizo, espejos y fleco). “Los trajes duran mucho, ya que nomás se usan en la época de las fiestas, pero se van acabando y los tira uno”. Sobre los apoyos recibidos, es importante mencionar que la danza recibió uno en 1998 del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMyC), de la Dirección General de Culturas Populares y del Instituto Zacatecano de Cultura. Con ese apoyo tuvieron recursos para hacer vestuarios; entonces se renovó el atuendo de diez danzantes, desde las monterillas (sombreros de tipo circular, revestidos de plumas de pollo pintadas de colores) hasta las nagüillas. En 2005 más de 30 alumnos de la Academia de la Danza Mexicana del Instituto Nacional de Bellas Artes, a cargo de la maestra Esperanza Gutiérrez, asistieron durante una semana a la comunidad El Bajío, ahí tuvieron la oportunidad de convivir, compartir, aprender y ensayar con los danzantes en su propio contexto, una experiencia poco común para los grupos académicos. A decir de la maestra Gutiérrez, en ese tiempo Juanito estuvo muy dispuesto a compartir “su danza” y su experiencia, además se mostró orgulloso de que un grupo de estudiosos de la danza tomara en cuenta a El Bajío. La maestra Gutiérrez expresó que “entre las danzas de matlachines, ésta tiene características especiales, como la ejecución más asentada y un ‘vaivén’ particular en los cambios de peso. Es muy bonita (…)”. Juanito ya no baila, porque ya se cansó, “tengo 68 años, 50 de ellos en esta danza”, pero no se ha alejado del todo, pues aún continúa enseñando a los danzantes. En el momento de una de las entrevistas para este escrito, Juanito les enseñaba a los danzantes a “matar el viejo”, lo cual, de acuerdo con la tradición, debe desarrollarse como última actividad del ritual, antes de agradecer a San Isidro y despedirse de la iglesia. Para él, es de suma importancia el papel del viejo de la danza, pues es quien debe poner el orden. “El capitán les dice a los danzantes que deben obedecerlo, que el viejo de la danza debe mantenerlos alineados y silenciosos. Si no hay viejo de la danza, todos andan regados (cada quien por su lado), él debe estar al pendiente y puede darle sus chiririonazos a quien no se discipline. Él tiene que ser el mero bueno”. De los mejores danzantes en este papel, menciona a Jesús Betancourt y a Vicente López; también señala que no ha habido tantos viejos “buenos” en El Bajío, ha tenido que invitar en esa responsabilidad a danzantes de El Saucito. Sobre el desarrollo de la danza en el transcurso del tiempo, se lamenta que muchos buenos danzantes hayan desmayado (se hayan desanimado) o que otros se fueran a vivir a otros lados o hayan dejado la danza por otros asuntos. De los mejores danzantes que recuerda, menciona a Teófilo Alemán (que se fue a la Ciudad de México), Aniceto Lira y José Chávez. Con nostalgia, Juanito recuerda los buenos tiempos de la danza, cuando se daban cosechas abundantes. En aquella época en que la gente sembraba con arado, “y no ahora, que ya se siembra con tractor”. Al parecer, dice, la devoción se fue cuando llegó el tractor. Entre otras cosas señala que antes comenzaba la danza con el enciendo (reunión en un lugar para iniciar la danza y la peregrinación hacia la iglesia). Al frente va la danza, después un carro alegórico religioso (que antes era con carreta y mulas –ahora con tractor o camioneta) y al último la gente del pueblo con cantos y rezos. Al llegar a la iglesia, el padre recibía a la danza y a la peregrinación. Antes, la gente estaba ahí gustosa esperando el enciendo; ahora, según él, la gente no se acerca. A pesar de lo anterior, él mismo afirma que los días de fiesta, la gente va a la misa porque sabe que, al salir, allí va a estar la danza y ése es el entretenimiento del pueblo. Ahora que sus hijos continúan en la danza, él se siente “a gusto”, de que ellos hagan lo que les dejó. “Mis papás siempre estuvieron de acuerdo y contentos en que yo anduviera en el deporte de la danza, me ayudaron con el vestuario, con el acordeón, entonces yo también estoy bien de apoyar a mis hijos. Mis cuatro hijos están en la música, ellos forman parte de Los Texanos del Bajío, además de otros dos de fuera”, menciona, en referencia a que éstos últimos no son de la familia. Satisfecho de su paso por la vida, asegura que sólo le han gustado dos cosas: la música y la danza. Después de conocerlas nunca pensó en hacer otra cosa, en él sólo estaba esa “noción” y agradece a Dios, que le dio licencia para dedicarse a ella, porque con eso hizo una vida “muy bonita” y de ahí “sacó adelante” a su familia; de otra manera, no habría modo. “En el campo ya no hay nada”, concluye, refiriéndose a la imposibilidad de obtener recursos económicos de la agricultura.
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