ivo en Polanco y tengo mi despacho en Polanco. Obviamente es un barrio con fama de elegante, pero sobre todo con una excelente comunicación con el resto de la ciudad. Para un abogado los tribunales civiles y laborales y aun los tribunales federales, incluyendo la Suprema Corte de Justicia de la Nación, permiten una comunicación razonable. El tránsito siempre ha sido discreto y muchas cosas se pueden alcanzar a pie. Por ejemplo, alrededor del Paseo de la Reforma, de uno y otro lado y de manera particular en la Zona Rosa.
Ahora Polanco es, por el contrario, una pesadilla. El querido Gobierno del Distrito Federal debe tener algo en contra de sus habitantes. Hace ya meses se iniciaron obras que, en mi concepto, no eran necesarias o, por lo menos, no indispensables, y el tránsito se ha hecho de tal manera desordenado que asumir compromisos y citas que obliguen a circular por este querido barrio constituye una verdadera imprudencia.
Las calles principales –por lo menos para mí– Homero y Horacio son hoy ciudades bombardeadas que hacen pensar que vivimos, como los países de África del norte, en estado de guerra. Las grúas ocupan con absoluta preferencia las calles y las banquetas y generan, con la mayor alegría, embotellamientos intolerables. Las noticias diarias de las guerras norafricanas en los periódicos parecen reseñas de nuestra vida polanqueña. Tal vez no se habla de muertos ni heridos, pero es lo mismo por lo menos con respecto a compromisos de ir a cualquier lugar. No me explico cómo pueden permaneces abiertas las tiendas y restaurantes que por aquí abundan ni dónde se pueden guardar los automóviles que usan los habitantes y que hoy seguramente dejan en casa o en las oficinas por no lanzarse a la aventura de la circulación imposible.
Es claro que lo primero que se nos ocurre pensar, por lo menos a mí, es que estas obras antipáticas son inútiles porque nunca antes sentimos la necesidad de que se llevaran a cabo. La consecuencia es la acumulación de malos pensamientos, de provechos económicos a costa de la tortura a los habitantes y del fracaso económico de los negocios, lo que evidentemente contradice la necesidad urgente de crear empleos para que se recupere o mejore, por lo menos, el nivel de vida de la población.
Estoy convencido de que cualquier estadística económica debería reflejar el desastre reinante en una zona privilegiada de la ciudad de México y, de manera indirecta, en las empresas proveedoras de lo que se vende en la capital.
Quiero suponer que lo menos que se podría haber hecho es una consulta pública, llevada a cabo por las autoridades, acerca de los propósitos de las obras y de algunas medidas que tendrían que haberse tomado para remediar las lamentables consecuencias de la paralización del tránsito y del cierre de comercios, restaurantes y oficinas.
La consulta tendría que venir acompañada de un programa de obras que contemplara otras alternativas razonables de comunicación y, por lo menos, de un calendario que pudiera indicar razonablemente los efectos temporales de la notable destrucción, sin construcción visible, de las vías de comunicación.
Cabe, por supuesto, la solución desesperada de utilizar helicópteros aprovechando las azoteas de los edificios que permitan hacerlo. He tenido alguna experiencia sobre esa fórmula por invitaciones que me hacía mi inolvidable amigo Juan Sánchez Navarro. Pero independientemente del costo de los aparatos, su mantenimiento y el pago de los salarios de los tripulantes, el riesgo mayor sería el tránsito aéreo para poder atender las necesidades de transporte de los polanqueños.
El transporte público: el Metro y autobuses, no parece posible. No habrá otro remedio que la paciencia. Que no es el mejor de todos.