Sanciones
as sanciones que Estados Unidos y la Unión Europea impusieron a Rusia esta semana por el apoyo que brinda el Kremlin a los separatistas en el este de Ucrania ponen de relieve la doble moral imperante en Washington y Bruselas.
Mientras la masacre de civiles palestinos en Gaza no les merece ni una sola palabra de condena a Israel, no vaya a ser que se enfaden los magnates judíos que mueven los hilos de la política desde Wall Street y otros centros financieros en el mundo, aplican contra Rusia –dicen– “las sanciones más severas desde el fin de la guerra fría”.
No es la vía para resolver el conflicto de Ucrania, cuyo arreglo político tienen que negociar los ucranios mismos sin injerencias foráneas. Ninguna sanción –incluso si los europeos acordaran algo impensable como dejar de comprar el gas natural y el petróleo rusos– puede hacer que el Kremlin reconsidere su involucramiento en una guerra que se libra, ante todo, por motivos geopolíticos.
Porque hacerlo equivaldría a reconocer públicamente lo que hasta ahora ha negado: un presumible y, a veces, obvio respaldo con armas, dinero, voluntarios con comillas y sin ellas y hasta la imposición de los dirigentes de las regiones separatistas, todos ciudadanos rusos que viajaron a Ucrania con la misión de crear un serio problema a Kiev. El apoyo de Rusia se da mediante acciones encubiertas que, por razones también evidentes, resulta muy difícil de probar.
El Kremlin nunca va a aceptar en Ucrania nada que parezca capitulación ante Estados Unidos y sus aliados, que se arrogan el derecho de cuestionar sus ambiciones geopolíticas y, a la vez, cierran los ojos a las atrocidades israelíes contra la población civil en el Medio Oriente.
Por ello, es previsible que Rusia siga utilizando el independentismo para desestabilizar Ucrania hasta que el ejército leal a Kiev acabe con la insurrección o a través de negociaciones obtenga firmes garantías de que la segunda república eslava en importancia no se convertirá en una base de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
Y en este ambiente de crispación por Ucrania, Estados Unidos –como enésima muestra de su doble moral– ultima estos días los detalles para instalar una base militar en Uzbekistán, que será la mayor que tenga en Asia central y una nueva amenaza a la seguridad de Rusia en su flanco meridional.
Para Estados Unidos –una vez que tuvo que irse de Kirguistán, al exigir las autoridades el cierre de la base militar de Manás a instancias de Rusia, que le ofreció amplio apoyo y créditos multimillonarios– Islam Karimov, el presidente vitalicio de Uzbekistán, dejó de ser un autócrata despiadado, ni se explota más el trabajo infantil en la recogida del algodón, ni se ahoga en sangre toda voz crítica.
En una palabra, cuando así conviene a los intereses estratégicos de Washington, Uzbekistán se vuelve todo un modelo de democracia y, a diferencia de Rusia, no hay razón para aplicar sanciones en su contra.