l movimiento civil de defensa de los derechos humanos tiene en México orígenes diversos. Luchas como las de los familiares de las personas desaparecidas durante la guerra sucia; las de las y los abogados que asumieron causas sociales, sin más soporte que sus convicciones; las de los sectores de las iglesias comprometidos con la justicia; las de los exiliados que trajeron consigo a México las vivencias centro y sudamericanas en ese empeño; las de las feministas que desafiaron la cultura del patriarcado; las de las y los activistas que realizaron las primeras observaciones electorales, entre otras, abonaron el terreno en que a mediados de los años 80 surgieron las primeras organizaciones civiles de derechos humanos. Asociaciones civiles como el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez y la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, que hasta el día de hoy continúan con su trabajo, surgieron en ese contexto.
La primera mitad de la década de los años 90 enmarcó el surgimiento de una segunda oleada de organismos civiles de derechos humanos, con una impronta particular. La irrupción de movimientos indígenas en el contexto del quinto centenario de su resistencia como pueblos originarios y la aparición del zapatismo chiapaneco acicatearon la aparición de centros de derechos humanos que desde su fundación optaron por caminar al lado de los pueblos indígenas en sus luchas y avatares. Es en ese entorno en el que durante un año cargado de historia, como lo fue 1994, se fundó el Centro de Derechos Humanos de la Montaña de Guerrero en la cabecera municipal de Tlapa de Comonfort, centro político y económico de una de las regiones más empobrecidas del país. Bajo la dirección del antropólogo Abel Barrera, uno de sus fundadores, Tlachinollan se ha consolidado en estos 20 años como una de las organizaciones protagónicas del movimiento de derechos humanos en México. Su labor es peculiar, pues ha logrado arraigarse a fondo en la realidad de la Montaña hasta ser un referente para las comunidades indígenas de la región y un actor local insoslayable en Guerrero, sin dejar de tener una importante presencia en la definición de los grandes temas nacionales de la agenda de derechos humanos.
Siempre ha mantenido una visión de cambio comprometida con las mayorías excluidas. El mérito es mayor si se considera que Tlachinollan trabaja no sólo lejos de la capital del país, sino a distancia incluso de la capital de Guerrero, con las dificultades inherentes, dado nuestro secular centralismo. Enumerar someramente los procesos que Tlachinollan ha acompañado a lo largo de dos décadas es nombrar algunas de las más emblemáticas luchas por la justicia en el México de abajo: las de Inés y Valentina, mujeres me’phaa que llevaron hasta la Corte Interamericana su denuncia contra la violencia institucional castrense; la resistencia campesina contra la hidroeléctrica La Parota, que desnudó la corrupción a que recurren las autoridades en su afán por imponer un proyecto social y ambientalmente inviable; la defensa de prisioneros de conciencia como Felipe Arriaga (+), Raúl Hernández Abundio, Maximino García Catarino y tantos otros y otras guerrerenses que han padecido un sistema de justicia proclive a su instrumentación para fines aviesos; así como la reivindicación jurídica del derecho a la educación de la comunidad de Mini Numa, señera en la justiciabilidad de los derechos sociales en el país, y la representación en fin de los familiares de Bonfilio Rubio Villegas, quienes lograron que por primera vez la Suprema Corte declarara la inconstitucionalidad del Código de Justicia Militar.
Pero la identidad del Tlachinollan no se ha forjado sólo en estos casos emblemáticos que han repercutido a nivel nacional. El perfil característico del Centro de Derechos Humanos de la Montaña se ha delineado a partir de su cercanía con los pueblos de la Montaña y por sus bien asentadas raíces regionales, así como por su apertura a aprender de la sabiduría ancestral de los pueblos indígenas. Tlachinollan es ante todo una organización de puertas abiertas a todas las personas que día a día acuden a sus oficinas buscando apoyo en Tlapa y en Ayutla. De esa manera camina realmente con quienes son los verdaderos actores de los cambios: las víctimas, las comunidades y los movimientos que se organizan para hacer valer sus derechos. El pulso cercano y permanente que realiza su equipo multicultural de las realidades que acompaña, aunado a la solvencia técnica del trabajo jurídico, de defensa internacional, de difusión y denuncia, y de desarrollo institucional, permite a Tlachinollan resignificar los derechos humanos para que recobren su potencial emancipatorio en un contexto tan adverso como el de la Montaña, y la labor que en este sentido hace el área educativa del Tlachinollan, a menudo menos visible, es también fundamental.
El vigésimo aniversario encuentra al Centro enfrentado a nuevos desafíos. Por un lado, la renovada ofensiva para imponer el proyecto La Parota, que ha comenzado con el injusto encarcelamiento de Marco Antonio Suástegui, al que el Centro hace frente con una vigorosa defensa. Y por otro la amenaza que sobre los territorios indígenas generan las concesiones mineras entregadas por el gobierno, que se enfrentan con la organización comunitaria, pero también con recursos legales innovadores, como el que impulsa hoy la comunidad me’phaa de San Miguel del Progreso. Lamentablemente, la segunda década se inicia también con serias preocupaciones sobre las amenazas que enfrenta el equipo de Tlachinollan a causa de su trabajo. Sin desconocer el tamaño de estos desafíos, pero reconociendo a la vez la valía del camino recorrido, es de justicia enviar a las y los compañeros del Tlachi un abrazo que los anime a no claudicar, hasta que la justicia florezca en la Montaña de Guerrero.