a generación nuestra leía mucha literatura soviética y revolucionaria, en general, para alimentar voluntades y vencer nuestros naturales temores: El tábano (Ethel Lillian Voynich), Así se forjó el acero (Nikolai Ostrovski), La joven guardia (Alexander Fadeiev), El poema pedagógico (Anton Makarenko), que exaltaban lo épico de las luchas sociales, el papel del valor individual y de grupo, las cualidades morales de los rebeldes y revolucionarios y, sobre todo, de los comunistas, como abnegados, sacrificados combatientes que morían cantando La Internacional. También estudiábamos sobre la naturaleza de los servicios y aparatos represivos: el libro Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión (Victor Serge) era ampliamente comentado en los círculos de los iniciados, y ni qué decir de las obras de Marx, Engels y Lenin, libros sobre materialismo histórico y dialéctico, manuales de marxismo que servían para enfrascarnos en bizantinas discusiones sobre las determinaciones de la estructura sobre la superestructura
y de cómo la matriz clasista podría ser la clave de todo, o de casi todo.
Nuestras posiciones más que nada descansaban en principios morales, en la naturaleza inhumana de la explotación capitalista y la innegable lucha de clases que vivíamos todos los días, quienes, como yo, no proveníamos de familias acomodadas o burguesas
.
Éramos naturalmente sectarios, pues veíamos el mundo en blanco y negro, profundamente anticlericales y llevábamos nuestros argumentos marxistas a todos los ámbitos de la vida, las relaciones humanas y la cotidianidad. Sin embargo, sobraban el sentido del humor, el entusiasmo y estábamos plenamente convencidos de la justeza de los planteamientos de la revolución y del inevitable triunfo de nuestros ideales. Nos educamos en el hábito de la puntualidad, la disciplina personal (no fumar, no beber, no consumir drogas) y el espíritu de sacrificio, todo lo cual llevado al extremo nos hacía monotemáticos frente a otros jóvenes más alivianados (inconscientes, pequeños burgueses
, según nosotros) y, ciertamente, manteníamos un cierto grado de intolerancia hacia lo que no fuera el mundo de la política.
Heredamos la idea de la misión
, el sentimiento de que los comunistas, los revolucionarios, teníamos que jugar un papel histórico en los acontecimientos que llevarían a la transformación de la sociedad. Ahora pienso cuántos sufrimientos ha conllevado para miles de luchadores y sus familias seguir la ruta de los imprescindibles
que Bertolt Brecht expresara en su citada frase: Hay hombres que luchan un día y son buenos, otros luchan un año y son mejores, hay quienes luchan muchos años y son muy buenos, pero están los que luchan toda la vida, y esos son los imprescindibles
. Para bien o para mal, nos considerábamos candidatos juveniles a ser imprescindibles
.
También consumíamos relatos y canciones sobre la guerra de España, las Brigadas Internacionales, el sitio de Madrid, las luchas antifascistas de la Segunda Guerra Mundial, especialmente la resistencia francesa y los maquis de otros países europeos, organizadas principalmente por los comunistas, los héroes del pueblo armado luchando contra los invasores alemanes y los fascistas locales, los colaboracionistas. Estos imaginarios y cultura política me han acompañado toda la vida, y además de las lecturas sobre esos temas hemos visitado los museos sobre la resistencia: en París el dedicado a Jean Moulin, en el que se menciona apenas el importante papel del Partido Comunista Francés en el maquis; el de Ámsterdam, Holanda, país en el que se llevó a cabo la única huelga general durante la ocupación nazi en protesta por su política genocida contra los judíos; y el pequeño museo de Viena, que se abre sólo por invitación y que visité gracias a mi amigo y colega austriaco el antropólogo Leo Gabriel.
Reportaje al pie de la horca de Julius Fucik, periodista checo condenado a muerte y ejecutado por los nazis, era un libro ampliamente comentado entre nosotros, y una de sus frases, que lo hicieron famoso: Y lo repito una vez más: he vivido por la alegría, por la alegría he ido al combate y por la alegría muero. Que la tristeza nunca sea unida a mi nombre
, se convirtió en una especie de lema de ese núcleo generacional del cual formaba parte.
Circulaba igualmente toda la literatura latinoamericana, particularmente en ese momento, sobre la guerra revolucionaria cubana, los testimonios del Che; o de las guerrillas en Colombia (ya el comandante Manuel Marulanda, Tiro Fijo, fallecido en 2008, andaba levantado en armas); en Venezuela, cuando Douglas Bravo dirigía las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) en el estado de Falcón y quienes lo acompañaron, entre ellos Teodoro Petkoff (ahora militante distinguido de la derecha venezolana), José Manuel Saher (alias Chema), Domingo Urbina (el ajusticiador del presidente Carlos Delgado Chalbaud), Alí Rodríguez Araque, importante apoyo del lamentablemente fallecido presidente Chávez, como ministro de Economía.
Recuerdo que a solicitud de mi ahora colega Rafael López Sáenz (El Chico), ya en la Escuela Nacional de Antropología e Historia distribuíamos propaganda y banderines de las FALN. También nos solidarizamos con el movimiento revolucionario de Guatemala, con cuyos representantes manteníamos contactos frecuentes en un antiguo café frente al desaparecido cine Chapultepec, en el Paseo de la Reforma, que eran, en el México de la época, naturalmente, clandestinos.
Lejos estaban las ideas socialistas y comunistas en esos años de tener las connotaciones negativas de hoy en día, después del derrumbe de la Unión Soviética y la desaparición del campo socialista. Por el contrario, se presentaban ante nuestras mentes juveniles con toda la carga de utopía y humanismo que ofrecían sus exponentes, reforzados por la injusticia social que se vivía y el ambiente autoritario del régimen priísta que sufrió México por más de siete décadas, y a cuyos fantasmas y pesadillas se enfrentará la generación actual, seguramente, con la entrega y el entusiasmo de las pasadas.