Crimen en AL
Martes 22 de julio de 2014, p. 20
América Latina es la región más violenta del mundo. Más de un millón de personas murieron a consecuencia de la violencia criminal en la década pasada, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En Honduras, el país con más asesinatos en el planeta, la tasa de homicidios en 2012 fue de 90.4 personas por cada 100 mil habitantes: una epidemia mortal que se traduce en 7 mil 500 muertes por año en una ciudad del tamaño de Londres (donde la cifra real en el año fue de 112).
El crimen letal es sólo parte de la historia. Los robos casi se han triplicado en los 25 años pasados, en contraste con las tendencias en otros lugares. Si bien existen enormes diferencias entre países (y dentro de ellos) en América Latina los costos del crimen son altos en todas partes. Algunos de estos, como los relativos a seguridad y atención a la salud, pueden cuantificarse; otros son más intangibles. En Chile, uno de los países más seguros de la región, casi la tercera parte de los habitantes dicen que sus vecindarios son afectados por bandas de delincuentes.
Algunas de las causas de la enfermedad del crimen en América Latina son de raigambre profunda: una explosión demográfica de jóvenes, para empezar, y niveles obstinadamente altos de desigualdad de ingreso. Otras provienen de fuera de la región: la demanda de drogas en Estados Unidos y la oferta de armas desde allá. Pero existe un culpable más susceptible de atención: el sistema de justicia penal de la región. A menudo los villanos actúan con impunidad. La tasa global de enjuiciamientos por homicidio es de 43 por cada cien; en AL es de 24. Las cárceles están abarrotadas de delincuentes menores, que forman un albañal de talento en el que las bandas endurecidas enganchan nuevos miembros.
Abundan ejemplos de policías corruptos, tribunales burocráticos y prisiones infernales; las historias de éxito son escasas, pero ofrecen lecciones valiosas. La primera es alejarse de las políticas de mano dura, que saturan las cárceles y los sistemas judiciales, y cambiarlas por principios de prevención y rehabilitación. La muy afamada policía de Nicaragua ofrece consejos a adolescentes descarriados; su tasa de homicidios es una de las más bajas de América Latina. La policía de Colombia, que en el curso de los años ha mejorado mucho en el combate al crimen organizado, ha adoptado un sistema de policía basado en la comunidad para enfrentar la criminalidad cotidiana. Más de la mitad de las prisiones de la República Dominicana aplican un enfoque de estilo escandinavo en la educación y la capacitación: las tasas de reincidencia se han derrumbado.
Una segunda lección es la importancia del compromiso político. Las políticas de mano dura resultan contraproducentes, pero son populares: se necesita temple para adoptar un enfoque más suave
hacia el crimen. Un mejor sistema de justicia penal también requiere más dinero y esfuerzo sostenido. A los mal pagados policías peruanos se les permite doblar como guardias de seguridad privados, dentro de un pernicioso esquema de trabajo 24 por 24; sería mejor pagar más por una fuerza de tiempo completo que no considere el servicio público como una interrupción de la tarea en la que gana buen dinero. La coordinación es esencial: los esfuerzos por echar a las bandas de favelas específicas en Río de Janeiro han reducido el crimen, pero los críticos alegan que los delincuentes simplemente se han mudado a otras partes de la ciudad.
No tan elemental
El tercer elemento del éxito es institucional: un marco que permita al sistema de justicia penal operar con independencia, sin que sus actos dejen de estar sujetos a rendición de cuentas. Los políticos interfieren con demasiada frecuencia; un ejemplo reciente es la destitución de Claudia Paz y Paz, intrépida procuradora general en Guatemala. Muy rara vez se llama a cuentas ante supervisores externos a policías, fiscales y jueces que incurren en anomalías. Sólo en tres países más de la mitad de la población expresa alguna o mucha confianza en sus sistemas de justicia. El problema del crimen en América Latina no puede resolverse si el estado de derecho no es aplicable a todos sin distinción.
Economist Intelligence Unit
Traducción: Jorge Anaya
En asociación con Infoestratégica