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El amparo y la desposesión territorial Ricardo Monreal Ávila Coordinador del Grupo Parlamentario de Movimiento Ciudadano
La figura del amparo, contemplada en el ordenamiento jurídico mexicano, ha significado un referente importante para la ciencia jurídica en general. Es un producto de exportación que sirvió de molde para muchos países en la protección de los derechos fundamentales y que fueron instituidos por medio del derecho internacional de los derechos humanos. El juicio de garantías, así como la práctica jurisprudencial en nuestros tribunales federales, constituyen sin duda alguna las garantías políticas institucionales más importantes para hacer reales, eficaces y prácticas las previsiones establecidas en la Constitución. El amparo tiene ya 166 años de vida, encuentra su origen en el acta de reforma de 1847. En sus inicios el amparo carecía de una debida regulación, pero eso no fue obstáculo para que connotados juristas dignificaran la carrera judicial y avanzaran en la construcción del Estado de Derecho. Desde entonces, el amparo se ha ido arraigando con mayor fuerza en el imaginario popular y la tradición jurídica vernácula, adecuándose a las nuevas circunstancias políticas económicas, sociales y culturales, y representando por ello una piedra de toque de las expectativas de justicia y de desarrollo individual y colectivo de la nación mexicana. En tales circunstancias, la tutela de la realidad social es responsabilidad del Estado mexicano. Al pueblo se le deben garantizar los derechos y la temporalidad en la que se promueve el emparo contra actos que pretendan soslayar el derecho de posesión de los núcleos ejidales y comunales. La anterior Ley de Amparo tutelaba la realidad social al permitir reclamar violaciones a derechos humanos a partir del momento en que la parte afectada tenía conocimiento de ellas, sin importar el tiempo transcurrido entre la violación y su reclamación. Sin embargo, en un severo agravio a las comunidades rurales e indígenas, la nueva Ley de Amparo aprobada el año pasado, redujo a tan sólo siete años el plazo para interponer amparos en materia agraria, lo que coarta su derecho legítimo y deriva en una violación al principio de progresividad social. En ese momento cuestioné a los integrantes de la Confederación Nacional Campesina (CNC), ya que al aprobar la nueva Ley se suprimieron de un plumazo los derechos de las comunidades indígenas, pues al ser despojados, no se les otorgará suspensión de los actos reclamados a comunidades y a ejidos. Y es que después de la notificación, a los siete años, no tendrán ningún derecho los ejidos y comunidades. Esta legislación constituye un retroceso en lo que se refiere al amparo agrario, pues pretende mermar el sistema proteccionista que antes se consignaba en la Ley de Amparo a favor de los núcleos ejidales, las comunidades, los ejidatarios y los comuneros. En la práctica se despoja a los ejidos y las comunidades. El sentido proteccionista del juicio de amparo con estas comunidades tiene su esencia. Quienes hemos litigado en materia agraria sabemos que contra los campesinos, contra los ejidatarios o contra los indígenas, se cometen muchos abusos. Imagínense el día que vayan a su núcleo de población y le comenten al ejido que fueron notificados hace siete años y que, por tanto, ya no tienen el derecho de promover el amparo. Si una comunidad ahora se está enterando de que hace 20 años fue despojada por un particular o por una empresa minera o por una empresa eólica, el ejido tiene el derecho y la justicia federal tiene la obligación de protegerlo y ampararlo. Sin embargo, con esta Ley de Amparo, a los siete años prescrito el derecho del ejido o la comunidad indígena, se le dirá: “Tú ya no tienes derecho a promover amparo ni a la suspensión”. Defendemos el Estado de Derecho. No asumimos ni queremos Estados totalitarios; ni dictaduras. Esa es la argumentación de fondo. La suspensión tiene su esencia en el amparo; el amparo no sería amparo sin la suspensión, porque la suspensión se otorga para garantizar que los daños no sean irreparables y que el particular pueda acudir a la justicia por un abuso de la autoridad. Si le quitan la suspensión, le quitan la esencia al amparo y lo desnaturalizan como institución. El despojo territorial como Alejandra Ancheita Directora ejecutiva de Proyecto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales AC (ProDESC) [email protected]
En los 20 años recientes, el Estado mexicano ha impulsado una política de desarrollo centrada en la sobreexplotación de los bienes naturales, la mayoría localizados en tierras y territorios de comunidades indígenas, núcleos ejidales y de bienes comunales. Este modelo de desarrollo, que beneficia principalmente a las empresas y vulnera los derechos humanos de las comunidades, se ha consolidado con la última reforma a la legislación energética. Con la aprobación del Senado del segundo dictamen de legislación reglamentaria de tal reforma, se abrió la puerta a modificaciones a la Ley de Aguas Nacionales y a la expedición de la Ley de Energía Geotérmica. De acuerdo con el artículo 2 de esta última, no sólo será atribución del Estado el aprovechamiento de la energía geotérmica, sino también de particulares, siempre que cumplan con las disposiciones que la Ley establece. El elemento central de esta Ley es el relacionado con la ocupación del subsuelo, pues establece que las actividades que se realicen en él y que cumplan con los supuestos del artículo Primero serán de utilidad pública; por ello, total o parcialmente, se procederá a la ocupación, a la limitación de los derechos de dominio o a la expropiación. Cabe resaltar que con la Ley de Energía Geotérmica se amplía el concepto de utilidad pública, lo que implica que toda actividad relacionada con este tipo de energía tendrá preponderancia frente a cualquier otra actividad. Durante la década reciente, la desposesión territorial se ha realizado principalmente por medio del otorgamiento de concesiones mineras y de energía eléctrica a empresas trasnacionales, sin informar ni consultar previamente a los dueños de la tierra, incumpliendo lo que establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Ante esta conducta sistematizada del gobierno y de las empresas, los dueños de la tierra y el territorio han denunciado y defendido sus derechos de diversas maneras, una de ellas ha sido la vía del litigio. Entre los casos más emblemáticos de defensa encontramos el de la Minera San Xavier, en San Luis Potosí. Esta minera se instaló, con la anuencia del gobierno, en un área natural protegida: el Cerro de San Pedro, ícono emblemático de San Luis Potosí, que desapareció después de que la empresa utilizara explosivos para realizar sus trabajos de extracción de oro y plata. Durante el tiempo de operación de la mina, el grupo Pro San Luis Ecológico interpuso 15 recursos ambientales contra la minera filial de la canadiense New Gold y, aunque en varios de ellos la justicia les favoreció, la empresa promovió amparos que finalmente ganó. La demanda contra la minera fue interpuesta en 1999 pero apenas en 2012 se emitió la sentencia que determinó que la empresa no tenía los permisos necesarios para su operación. Aun con la resolución, la empresa siguió operando, por lo que el Frente Amplio Opositor a la Minera de San Xavier decidió interponer una queja contra el Estado mexicano ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por violaciones de omisión. Actualmente, el agua de la zona está contaminada porque contiene altos índices de cianuro y la empresa ha anunciado que cerrará sus operaciones en 2016 por “el mejoramiento del medio ambiente”. Por otro lado, desde hace 40 años la comunidad rarámuri de Huetosachi, de la sierra Tarahumara, ha pedido a las autoridades el reconocimiento de su territorio y del derecho al manejo de sus bienes naturales. En 1997, mediante decreto de la Legislatura de Chihuahua, se publicó el Fideicomiso Barrancas del Cobre con el objetivo de desarrollar el turismo en la región; sin embargo, la construcción de los complejos hoteleros se realizó sin consultar a los rarámuris, quienes, al ver violentados sus derechos, interpusieron una demanda ante el Juzgado Octavo de Distrito. En 2010, el Juzgado desechó la demanda con el argumento de que los demandantes carecían de interés jurídico. Después de varios recursos interpuestos por la comunidad, los rarámuris lograron que, en marzo de 2012, la Suprema Corte de Justicia de la Nación atrajera su caso y emitiera una resolución a su favor al considerar que se les había violentado su derecho a la consulta previa, libre e informada. La SCJN también resolvió que los tres niveles de gobierno debían constituir un Consejo Consultivo para el Fideicomiso de Barrancas del Cobre, pero la resolución aún no ha sido acatada. Otro caso de defensa de la tierra y el territorio es el que se desarrolla desde 2013 en el estado de Oaxaca donde, por primera vez, el juez primero de Distrito con sede en la ciudad de Oaxaca reconoció la calidad agraria de la comunidad indígena zapoteca de Unión Hidalgo que demanda la nulidad de los contratos de arrendamiento firmados con la empresa eólica Desarrollos Eólicos Mexicanos, SA de CV (Demex) en 2007. Esto implica que el juicio agrario en contra de la validez de los contratos interpuestos por los comuneros deberá desarrollarse ante el Tribunal Unitario Agrario, que inicialmente desestimó la demanda. Esta es la primera instancia judicial que reconoce el carácter colectivo de las tierras de Unión Hidalgo, lo que resulta histórico dado que se establece como el primer precedente regional de reconocimiento de la relación que guarda la comunidad indígena de Unión Hidalgo con su tierra. Las reformas recientes intentan legalizar el saqueo que las comunidades indígenas, ejidales y comunales han sufrido a manos de empresas trasnacionales, asociadas con empresas mexicanas y respaldadas por una actitud omisa y de complicidad de las autoridades mexicanas. Ante el despojo territorial legalizado, las y los dueños de la tierra y el territorio confirman la estrategia: la defensa del derecho es indispensable, pero la organización de los pueblos es, por demás, la respuesta a garantizar.
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