n el supuesto (no aceptado) de que resulte imposible revertir la desnacionalización de la industria petrolera vía consulta popular, cabía esperar, como mínimo, un trámite legislativo escrupuloso, detenido y abierto de las iniciativas de legislación reglamentaria de la reforma constitucional en materia energética. Por su volumen –nueve leyes nuevas y enmiendas de diverso alcance a 12 otras– y por su importancia –transforman en profundidad el régimen legal del sector de energía– esas iniciativas configuran la tarea más compleja y trascendente de la actual legislatura. Hasta el momento, ese trámite ha sido muy desafortunado, marcado por la inobservancia del procedimiento y las prácticas legislativas; dominado por el apresuramiento y ligereza en el tratamiento de las cuestiones sustantivas, y limitado por la renuencia a escuchar voces independientes y calificadas. Los vicios de procedimiento y la ausencia de un verdadero debate en profundidad de las enmiendas a iniciativas y proyectos de dictamen podrían tener consecuencias sobre la legalidad de la legislación resultante. Sin embargo, ante la inminencia de una aprobación apresurada en el pleno del Senado de cuatro dictámenes adoptados en comisiones, también a la ligera y sin apego al procedimiento, conviene resumir las deficiencias e insuficiencias mayores de los mismos. Tal es el objeto de esta quinta nota de la serie dedicada al análisis de dichas propuestas, en especial las relativas a hidrocarburos, que ha seguido de cerca los documentos publicados y entregados al Congreso por el Grupo de Energía del Programa de Estudios del Desarrollo de la UNAM, del que soy parte. Se intenta poner en claro algunos de los enormes costos asociados a la desafortunada práctica ahora seguida de dictaminar y aprobar, sin más.
Se han señalado hasta ahora cuatro deficiencias genéricas, además de numerosos defectos puntuales de las propuestas reglamentarias sobre hidrocarburos: no aseguran el ejercicio cabal de la rectoría del Estado; no ofrecen certeza de retener para la nación la renta petrolera; no garantizan una regulación eficaz de los agentes públicos y privados que intervendrán en la industria, y no abren una perspectiva sana de desarrollo de Pemex como empresa productiva del Estado (EPE). Habría que añadir dos más: ofrecen una preferencia excesiva a la actividad extractiva sobre los demás posibles usos de la tierra y postulan el tratamiento separado de los hidrocarburos en materia ambiental.
La rectoría del Estado –concepto aludido en la exposición de motivos de la iniciativa de ley de hidrocarburos, pero ausente de su articulado– se materializa en la planeación y conducción de las actividades de exploración y extracción, así como en la selección de los contratistas
; se expresa en los requisitos y características de los contratos de exploración y extracción, y la ejercen dos secretarías, Energía y Hacienda, y un órgano autónomo, la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH). Las previsiones en materia de planeación energética, contenidas en la iniciativa de reforma del artículo relativo a la Sener de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, podrían orientar las acciones del Estado para regir el sector de energía, en general, y la industria petrolera en particular, pero se plantean en términos muy generales, discursivos más que instrumentales.
Retener para la nación la renta petrolera no es un resultado cierto del régimen fiscal propuesto en la iniciativa de ley de ingresos de hidrocarburos. En realidad, ésta se orienta a otras dos finalidades: establecer un modelo tributario para la actividad petrolera ejercida por particulares que se constituya en un factor de atracción y estímulo a las inversiones de éstos, en especial de las empresas petroleras y de servicios foráneas. La segunda es mantener a Pemex, ya convertida en EPE, como el principal contribuyente a lo largo de lapsos de transición que en algunos casos se extienden hasta por un decenio. Hay un agudo contraste entre el régimen tributario estricto que gravará las asignaciones, a cargo sólo de Pemex y otras EPE, y el régimen laxo y casuístico que se propone para determinar las contraprestaciones a cargo de los contratistas.
El régimen de regulación que se plantea es a la vez complicado y disperso, con dos órganos reguladores y con muy diversas disposiciones insertas en varias otras leyes y a cargo de otras autoridades. Se integraría un auténtico laberinto regulador, tanto desde el punto de vista del número de disposiciones como de la variedad de instituciones implicadas en el ejercicio de la acción reguladora. Es claro que esta dispersión, tanto funcional como institucional, disminuiría la eficacia de la regulación, al tiempo que podría facilitar, en muy diversos momentos, la captura de las entidades reguladoras en un sector que, por obra de la reforma misma, se abre a la participación de corporaciones cuya conducta habitual procura eludir o burlar las disposiciones regulatorias o influir en su contenido y alcance, en función de sus intereses corporativos.
Es paradójico el régimen de excepción para Pemex que propone el proyecto de ley orgánica. Por una parte, lo coloca en desventaja en las condiciones de competencia con los participantes privados y le plantea exigencias que no encuentran correlato en las que se proponen para los agentes privados. A la vez, se excede en las atribuciones de gestión autónoma que concentra en su consejo de administración y su dirección general. Más que una empresa productiva del Estado se establecería una empresa al servicio del gobierno en turno y manejada por éste con sistemas autorreferenciados de vigilancia y rendición de cuentas.
Han abundado las denuncias de la preferencia excesiva a la actividad extractiva que se propone y que permitiría atropellar derechos de propietarios de predios, como las comunidades indígenas, y el desarrollo de otras actividades económicas, la pesca entre ellas.
La pretensión de manejar las cuestiones ambientales de los hidrocarburos a través de una agencia ad hoc, prácticamente al margen de la legislación ambiental, es desmesurada. Se fundamenta en nociones obsoletas de protección, que la legislación mexicana en la materia dejó atrás desde hace un cuarto de siglo al adoptar la actual Ley General del Equilibrio Ecológico, basada en esta noción más amplia y universal. Al proponer una institución específica y medidas de alcance sectorial parece querer liberarse al rápido desarrollo de la exploración y extracción de cualquier prejuicio ambiental
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Incluso un planteamiento tan esquemático deja en claro el balance negativo que arroja esta primera fase del proceso legislativo para reglamentar una reforma constitucional de por sí lesiva al interés nacional.