a conversión de México en un país capitalista moderno
ha sido la obsesión de los grupos dirigentes que han gobernado en sintonía con el mundo que se afianzó con el llamado Consenso de Washington. Muchos de ellos, por no decir todos, creyeron que el mejor camino, si no es que el único, pasaba por la poda del estatismo desvencijado que había perdido la brújula a cambio de fortalecer un nuevo modelo donde el empresariado tuviera el papel protagónico. Pero el experimento –si hubo alguna vez la intención de ensayar algo nuevo– no consiguió los objetivos iniciales. Claro que el rostro del país se transformó, pero los graves y mayores problemas quedaron pendientes, no obstante las pretensiones declaradas de la reforma del Estado.
Esa incapacidad de pensar por cuenta propia las soluciones no sólo lleva a imitar la lección de otros, sino que impide construir una alternativa sin el completo aval de los intereses dominantes. Así pasó bajo la euforia de la alternancia cuado se desvaneció la idea de que, aun en la globalización, era y es posible y absolutamente necesario mantener un proyecto nacional vivo a fin de afrontar con posibilidades de éxito la desigualdad y la pobreza que carcomen nuestro desarrollo.
En rigor, si atendemos a la reforma energética cuya aprobación está en curso, es notable la pobreza conceptual, estratégica, que la acompaña. Es difícil deducir del prolífico catálogo de cambios propuestos una idea clara de qué quiere y hacia dónde va México en este materia, más allá de fortalecer artificialmente a una potencial masa de capitalistas listos para seguir la consigna de la hora: ¡enriqueceos!, pues de eso se trata.
Pero el gobierno y sus poderosos aliados (en el mundo de los grandes intereses, no de los partidos) están satisfechos con este reformismo a la altura de los negocios, aunque no nos digan cómo y cuándo se revertirán los malos tiempos. No obstante, tampoco las tienen todas consigo. Hace apenas unos días se aceleraron las medidas legislativas para aprobar las reformas en materia de telecomunicaciones, luego de una sorprendente reforma constitucional que sí abrió expectativas de que algo trascendente podía cambiar. Dicha reforma parecía el resultado de una negociación justa, surgida para darle salida a la dura lucha entre los dinosaurios del sector que se amenazaban con destruirse mutuamente, aplastando, de paso, derechos públicos. Lamentablemente, una vez más, el poder presidencial se detuvo a las puertas y prefirió la ambigüedad de siempre. Aunque todavía es pronto para decir la última palabra, pues el juego antimonopolio
, a la espera de otros actores, apenas acaba de comenzar, tendremos que mantener la vista alerta hasta saber cuánto y cómo incidirá esta alianza entre los hombres del poder y una facción de los poderes fácticos. Hay cierta incertidumbre pues, una vez más, el discurso que debía fijar los grandes campos para la negociación seduce a la trivialidad de los políticos que apenas si acaban de balbucear con la boca llena: México entra por la puerta grande a la modernidad con la reforma en telecomunicaciones
, como anunciara siN rubor el presidente del PRI.
Tal y como se ha hecho en otras ocasiones, la propaganda oficial insiste en ofrecer de golpe las buenas noticias
, machacando en cada intervención los beneficios inmediatos que obtendrán los usuarios. Pobre manera de explicar la estrategia que está en juego, en un país donde la autoridad se considera exenta de informar con veracidad de sus actos. Confío en que los expertos independientes examinen al detalle las reformas para disolver la demagogia que las rodea. Pero hay un punto que no puedo dejar de mencionar: a lo largo de la modernización a la que he hecho referencia se puso en tensión un conjunto de valores y principios fundados en el más grueso de los individualismos. Como una planta ponzoñosa, los ideólogos de la ética y la nueva cultura laboral trataron de eliminar todo aquello que remitiera al mundo social, a la cooperación y a la comunidad como un mundo viable y humanizable. Nunca como ahora se habló de los desafíos de la pobreza, pero se hizo tan poco para darles la dignidad que se merecen.
No es casual que las flamantes leyes de telecomunicaciones discriminen a los medios comunitarios o sociales. Signo de los tiempos.