Opinión
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Arnaldo Córdova y el Distrito Federal
D

uele la pérdida de una persona conocida y apreciada, como era Arnaldo Córdova, académico, investigador y ciudadano comprometido con la política, es ocasión de memoria y ejemplo. Se trata en primer lugar de un personaje que debe ser orgullo de la ciudad de México, aquí nació y aquí concluyó su vida; aquí impartió cátedra e instaló su casa, la cual, cuando la conocí tenía dos funciones simultáneas: era el techo de su familia y una biblioteca impresionante. Los libros ocupaban todos los rincones posibles, eran miles ordenados por materias, cuidados, leídos y consultados.

Por cierto, los libros estaban bien encuadernados por un artesano, a quien me recomendó en un gesto amistoso. Era un personaje típico de la clase media de la ciudad de México, que requieren al menos dos fuentes de ingreso; durante el día era taxista apurado por el tránsito de la capital y en sus ratos de descanso, los fines de semana, durante noches de desvelo, se desempeñaba como un encuadernador experimentado y cumplido.

Al doctor Arnaldo Córdova lo conocí en la 52 Legislatura federal en la que coincidimos; eran épocas en las que el Poder Legislativo empezaba a delinear su independencia y los debates se daban a fondo, sin arreglos previos y sin compromisos sellados; las posiciones de los partidos no se compraban ni se vendían. El PRI, ciertamente, imponía su mayoría, pero tenía que defender sus posiciones con buenos parlamentarios y con argumentos que sí no eran del todo convincentes, estaban lejos de ser los huecos discursos de hoy, más cercanos a la machacona mercadotecnia que a la teoría política.

Íbamos a contra corriente para hacer efectiva la división de poderes y dar vida auténtica al parlamento mexicano, con dificultades pero con posibilidades halagüeñas, las cuales se truncaron cuando prevaleció el cínico apotegma según el cual en política lo que se vende es más barato, lo que acabó institucionalizándose en el Pacto por México.

En la 52 Legislatura no había compromisos previos ni negociación turbias y en ese ambiente difícil, pero más auténtico que el que hoy prevalece en el Congreso, la preparación académica de Arnaldo Córdova lo puso en un lugar destacado en la vida cotidiana de la Cámara de Diputados. En el PSUM había militantes de izquierda de la talla de Rolando Cordera y Antonio Gershenson, entre otros; en el PRI destacaban José Luis Lamadrid, Luis Danton Rodríguez e Irma Cue; en la coordinación el experimentado Humberto Lugo Gil; eran compañeros míos por el PAN nada menos que José González Torres, Genaro Medina y Juan José Hinojosa; los sinarquistas tuvieron en David Orozco un coordinador brillante y buen orador.

En los debates de altura y franqueza que eran lo cotidiano en esa legislatura, Arnaldo Córdova se distinguió por sus sólidos conocimientos en teoría del Estado, por su dominio de la historia de México y por su habilidad como polemista duro, irónico y eficaz.

Nuestra amistad se inició cuando en un debate parlamentario ambos citamos a Santo Tomás de Aquino y como es lógico, la discusión continuó por más tiempo fuera del recinto parlamentario.

De la camaradería respetuosa entre opositores al sistema desde posiciones diferentes, transitamos a un constante intercambio de puntos de vista, críticas y citas de lecturas; mi reconocimiento a su amplio criterio y capacidad se consolidó cuando supe que poseía una colección completa de la revista La Nación, órgano oficial de PAN, desde el primer número hasta entonces.

Arnaldo Córdova estudió en la Universidad de Michoacán, luego durante varios años en una de Roma. Viajó mucho, pero siempre volvió a la capital del país. Lo rencontré en Morena, lúcido, brillante y comprometido. Concluyo recordando un tema que le apasionó: la defensa con argumentos jurídicos y con amplia información histórica de la autonomía del Distrito Federal, que para él debe convertirse en el estado soberano 32 con plenitud de derechos para sus ciudadanos.