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Francisco: renovación y equilibrios endebles
E

n un documento de trabajo difundido ayer por el Vaticano de cara a un sínodo de obispos a realizarse en octubre próximo, el papa Francisco señala que los católicos del mundo deben ser menos excluyentes y más humildes, y afirma que aunque los jerarcas sigan oponiéndose a las uniones entre personas del mismo sexo, la iglesia católica debe tener una actitud respetuosa y no moralizante respecto de las personas que viven en esas uniones, al tiempo que critica que esas parejas y sus hijos hayan sido excluidos hasta ahora de las actividades clericales.

Aunque dicho pronunciamiento no conlleva ningún cambio inmediato en la condena institucional a la homosexualidad y su oposición al matrimonio y la adopción por parte de parejas del mismo sexo, es innegable que representa un viraje con respecto a la visión dogmática, excluyente y autoritaria de la Iglesia católica en torno a ese tema y resulta, en ese sentido, consistente con la propuesta renovadora, o cuando menos aperturista, que ha caracterizado hasta ahora el pontificado de Jorge Mario Bergoglio.

Particularmente positivo es que estos virajes trasciendan al ámbito del pronunciamiento público y se incorporen en documentos de trabajo como el referido, pues ello plantea la posibilidad de que el Vaticano emprenda, a corto o mediano plazos, la renovación de concepciones teológicas y pastorales anacrónicas, arbitrarias, misóginas y reaccionarias, cuya persistencia constituye –junto con el encubrimiento estructural a sacerdotes responsables de delitos sexuales– una razón principal de la grave pérdida de feligreses en el mundo en el curso de décadas recientes.

Es de reconocer y saludar que Francisco se muestre decidido debatir los dogmas más acendrados del feudalismo vaticano y que lo haga en un entorno particularmente adverso, caracterizado por la pérdida de credibilidad de la Iglesia a consecuencia de escándalos múltiples, y por la persistencia de actitudes retardatarias y mafiosas de la curia romana, dispuesta a aliarse con los poderes terrenales más autoritarios y corruptos.

Con independencia de que estas posturas puedan gravitar favorablemente en el avance de la renovación y modernización que el catolicismo requiere con urgencia, la situación genera en lo inmediato un equilibrio sumamente delicado y precario, derivado de la profundización de la disputa entre el pontífice y la burocracia corrupta y reaccionaria que controla la Santa Sede, así como el previsible recrudecimiento de las posiciones retardatarias y medievales de ésta.

Por lo pronto, que los virajes esbozados por el obispo de Roma se hayan mantenido hasta ahora más en los terrenos discursivo y conceptual que en el de los hechos, y que Bergoglio haya tenido que realizar concesiones a los estamentos más conservadores del Vaticano –como ocurrió con su aceptación de la canonización de Karol Wojtyla–, reflejan las dificultades del pontífice para romper las peores inercias de la Iiglesia católica y sobreponerse a los intereses que las defienden.

Cabe desear que los jaloneos evidentes entre las corrientes renovadoras, encabezadas por el papa argentino, y las resistencias vaticanas se resuelvan a favor de las primeras. Lo anterior no sólo es deseable desde la perspectiva de una necesaria renovación pastoral de la Iglesia frente a sus millones de feligreses: lo es también en la medida en que esa institución, a lo largo de la historia, ha desempeñado una función civilizadora innegable y valiosa que merece ser recuperada y preservada.