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En el fondo de la olla Debido al estancamiento de la extracción de petróleo, la progresiva escasez de otros minerales y el agotamiento productivo de la llamada “revolución verde”, la industria energética, la minería y la agricultura están pasando de un crecimiento básicamente intensivo sostenido en el incremento de los rendimientos a un crecimiento extensivo de rendimientos menguantes y crecientes daños socioambientales. Quemado en cien años el petróleo fácil y barato, hoy se echa mano de hidrocarburos no convencionales como el gas shale obtenido en pozos de bajo rendimiento y corta vida que envenenan ingentes cantidades de agua y quebrantan vastas extensiones de tierra. Saqueadas las vetas más ricas, prolifera en el mundo la minería a tajo abierto que para obtener unos cuantos gramos de metal remueve montañas, envenena caudales de agua y deja a su paso increíbles cráteres lunares. Estragadas las planicies fértiles y de regadío que a fuerza de monocultivo, mecanización, semillas mejoradas, agroquímicos y subsidios propiciaron una efímera abundancia alimentaria, el incremento de las cosechas que demandan el crecimiento demográfico, la ganaderización y los agrocombustibles está llevando a un expansión de la frontera agrícola manifiesta en la adquisición por países y corporaciones de vertiginosas superficies potencialmente cultivables, sobre todo en África y América Latina. En la intersección entre industria petrolera, minería y agricultura, están las grandes presas hidroeléctricas que anegan pueblos y desequilibran dramáticamente las cuencas con tal de alimentar los magnos requerimientos de agua y energía de los agronegocios, la minería y el fracking. Se acabó lo que se daba; en menos de 200 años y especialmente en el siglo reciente, el capitalismo dio cuenta de más recursos naturales que los que la humanidad había consumido en toda su historia, creando una burbuja de crecimiento y abundancia insostenibles que en el cruce de los milenios estalló en una crisis de escasez como las de otros tiempos. Con la agravante de que el enrarecimiento de los recursos naturales eleva las rentas energéticas, mineras y agrícolas y convoca a los capitales especulativos que antes se volcaron en la industria digital y hoy invierten en gas shale, minería tóxica y plantaciones. Actividades económicas unas veces reales y otras virtuales, pero siempre muy lucrativas. El saldo de la progresiva escasez en que desembocó la modernidad es el encumbramiento de un capital financiero-rentista de carácter predador, parasitario y especulativo. Llamar a esto extractivismo es cuando menos impreciso. De hecho el capital siempre ha sido extractivista pues apropiarse de los recursos naturales y etiquetarlos es la forma más fácil y segura de lucrar sin costo. No porque reponer o sustituir lo hurtado y consumido no lo tenga, sino porque dado que se trata de bienes preexistentes y no fabricados por empresas, la competencia de éstas en el mercado no racionaliza ni modera su consumo como sí lo hace con lo que producen los capitales. Ciertamente la naturaleza no tiene precio, de modo que privatizarla y ponerle uno con vistas a su venta y ulterior consumo productivo es un negocio redondo que en su primera fase ni siquiera requiere invertir. Así desde pequeño el capital privatizó, consumió y valorizó los recursos naturales sin más límite que su agotamiento. Y éste ya llegó. De un tiempo acá rascamos el fondo de la olla. Sólo la movilización social puede parar la voracidad suicida del gran dinero, de la misma manera que sólo el activismo de los obreros ingleses podía frenar la desmedida explotación asalariada que se practicaba en las primeras fábricas. Porque si se le deja suelto, el capital es ilimitadamente geocida y etnocida. Globalifagia compulsiva que no brota de alguna deficiencia ética, sino del hecho de que no se trata de una persona reprobable moralmente, sino de una cosa; una cosa codiciosa cuyo único motor es el lucro. ¿Y el agua qué? Bueno, el agua es factor decisivo en la encrucijada histórica en que nos encontramos. Por ser componente indispensable de la vida y por su omnipresencia en los más diversos procesos productivos y reproductivos, el agua es pieza clave de la crisis de escasez y objeto del deseo del capitalismo financiero rentista del siglo XXI. El agua es la savia que mantiene vivas a las ciudades, la agricultura es mitad tierra y mitad agua y tanto la minería a tajo abierto como el fracking se mueven a base de oceánicas cantidades de agua. Además de que llevamos décadas de sobreexplotar mantos freáticos y de que por otra parte el descontrol hídrico ocasionado por el cambio climático se traduce en sequías saharianas y diluvios bíblicos, con lo que las aguas subterráneas o pluviales antes accesibles, previsibles y manejables, ahora nos esquivan o se nos escurren entre los dedos. Observemos más de cerca el caso más reciente de hidrodependencia capitalista. El slickwater hydraulic fracturing, conocido familiarmente como fracking, es un sistema que mediante la inyección de agua y otras sustancias en piedras porosas conocidas como esquistos bituminosos o lutitas, permite extraer gas llamado shale y eventualmente petróleo, aunque con rendimientos técnico económicos muy inferiores a los de los hidrocarburos convencionales. El petróleo fácil brota por sí mismo de los pozos y sólo al disminuir la presión hay que inyectar hidrógeno o agua para que salga el resto. Naturalmente este fue el primero que se explotó y desde los 60’s del pasado siglo la producción creció a ocho por ciento anual, sin embargo a mediados de los 70’s se hizo más lenta y para el fin de siglo se estancó. Así el crudo que se cotizaba en 25 dólares el barril, rebasó los cien y se ha mantenido fluctuando alrededor de esa cifra. De esta manera se volvieron rentables los pozos submarinos a gran profundidad y la obtención de gas por fractura hidráulica. Alguien pudiera pensar que lo importante es que haya hidrocarburos, donde quiera que estén. Pero lo cierto es que en términos energéticos el milagro petrolero que alimentó al capitalismo moderno ha terminado. En los años 30’s del pasado siglo en Texas el petróleo que se obtenía multiplicaba por cien la cantidad de energía empleada en sacarlo, en los 70’s ya sólo se multiplicaba por 15 y hoy la quema de los hidrocarburos no convencionales apenas triplica la cantidad de energía necesaria para extraerlos. En 80 años el precio del petróleo se disparó y se desplomó su eficiencia energética. Eso sin contar con la multiplicación de los impactos socio ambientales negativos de su extracción. Veamos. En el fracking la distancia entre pozo y pozo es de alrededor de un kilómetro y sólo el 20 por ciento de los explorados es aprovechable, además de que su producción declina entre el 30 y el 50 por ciento anual, de modo que se abandonan en menos de cuatro años. Así en una década en Estados Unidos se han perforado un mar de pozos: 70 mil sobre una superficie de alrededor del uno por ciento de su enorme territorio. En cada pozo se inyectan unos 30 millones de litros de agua y cerca de 300 mil litros de químicos. Parte de estos tóxicos, que mezclados con el líquido regresan a la boca del pozo, se depositan en grandes tinas –frecuentemente con filtraciones– en espera de que se les trate. Limpieza que resulta difícil debido a la agresividad de las sustancias que contienen, por lo que en ocasiones simplemente se inyectan en el suelo. Cada pozo es alimentado por unos tres mil viajes de pipas que llevan el agua y para conducir el gas se necesitan ductos. Así, las áreas donde se practica el fracking están llenas de tinas con aguas de retorno y cruzadas por una maraña de caminos y tuberías. Pero lo peor ocurre abajo. “Todo mundo en la industria sabe que las perforaciones de gas contaminan el agua subterránea”, dice el inversionista petrolero James Northrup. Y es que el agua inyectada a 70 atmósferas depresión rompe frecuentemente la cobertura de cemento de los pozos y las fracturas de los esquistos se extienden también a los mantos freáticos, de modo que por una u otra vía los tóxicos empleados, los metales pesados del subsuelo y los hidrocarburos que extraen envenenen las aguas profundas. Pero igualmente llegan a las tierras de siembra y pastoreo de la superficie. Además de que parte del gas shale se escapa la atmósfera y se trata de metano cuyo efecto invernadero es 20 veces mayor que el del bióxido de carbono. Por si fuera poco, está probado que la fractura hidráulica de rocas bituminosas produce temblores de tierra. ¡Un verdadero milagro energético! La buena noticia es que al parecer el fracking no es rentable. “La industria sufre una deuda enorme, mientras los ingresos continúan siendo desalentadores”, dice la agencia Bloomberg. Y lo cierto es que la producción estadounidense de gas shale, que había crecido mucho entre 2004 y 2008, se estancó después por causa del precio. La mala noticia es que las fracturas hidráulicas continuarán si no hacemos algo por detenerlas, pues la real astringencia energética alimenta los movimientos especulativos del capital financiero, que gana invirtiendo en tierras con presunto potencial gasífero, se exploten o no.
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