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Ver día anteriorJueves 19 de junio de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Tri aplaudido en París
E

s difícil escapar a la Mundial. No hablo de la famosa cantina, hablo de la Copa Mundial de futbol. Todos los medios: radio, televisión, prensa escrita, hablan en las ondas o escriben sobre el sujeto esencial que obsesiona a la especie humana: el futbol. A menos de querer jugar al ermitaño, escondiéndose en una gruta privada de electricidad, es imposible ignorar que el mundo ha sido cautivado por una nueva religión universal: la del balón redondo.

Ante este culto, los seres humanos se dividen, evidentemente en categorías muy opuestas: los creyentes, exaltados hasta el fanatismo, los ateos, descontentos hasta el furor, y así al infinito según las preferencias de cada quien: agnósticos, idólatras, descreídos, indiferentes.

Nunca ha habido religiones sin guerras de religión. El futbol, jugado por equipos nacionales, es un terreno favorable a la pasión nacionalista con todas las consecuencias fatales que puede provocar tal pasión. Se ha visto a jugadores o a equipos de futbol recibir amenazas de muerte por haber perdido un match y deshonrado la bandera nacional de su país, nación a la cual debían representar e, incluso, encarnar.

Que un pueblo pueda identificarse con el equipo que viste sus colores es un fenómeno simple, bastante normal, fácilmente previsible. Desde este punto de vista, es curioso observar lo que sucede con ciertos equipos entre los más famosos. La escuadra de Brasil, por ejemplo. Célebre entre todas, los triunfos de la Seleçao han marcado las memorias. Incluso los más descreídos se acuerdan todavía hoy del nombre de Pelé. Por analogía con una de las especialidades más conocidas del país, los espectadores hablan en forma voluntaria de futbol-samba, término que definía en una palabra el estilo de estos campeones y, sobre todo, la alegría jubilosa que expresaban al jugar y más aún al jugar con sus adversarios al burlarles con su danza el balón.

Era la gracia. Por desdicha, este tiempo está ahora lejos y estos recuerdos ya pertenecen a una historia antigua. Desde entonces han sucedido muchas cosas y, entre otras, ese fenómeno económico que, en la actualidad, se llama la mundialización. ¿Qué relación descabellada con el futbol-samba? Nada insensata. Es simple: los mejores jugadores de futbol brasileños son comprados a precios de oro por los clubes europeos donde han maravillado a los espectadores. Hoy día, las estadísticas nos señalan que cada año mil jóvenes futbolistas originarios de Brasil se expatrían y buscan fortuna en países que los pagan a precios astronómicos. Adiós a la samba, adiós a los partidos que se jugaban en las favelas y en la playa. Poco a poco, los campeones se han ido plegando a las reglas de equipos que dominaban con tanta insolencia en otra época y, si ahora ganan dinero, perdieron el genio de un juego aprendido en la calle, entre chamacos.

Es vano deplorar el pasado. El futbol-samba, como el baile, ya casi no se practica, excepto por algunos nostálgicos de su juventud. Otros usos y modas aparecen. La más reciente, inaugurada por el match de Francia contra Honduras: la intervención de la técnica electrónica del video en las decisiones del arbitraje. Se admite ahora para determinar si el balón redondo, este pequeño dios tan pateado, franqueó realmente la línea de la portería. Esta intrusión de la tecnología es humillante para el sacrosanto poder de los árbitros. Hay quienes se espantan al ver la técnica adueñarse una vez más del poder. Preferirían incluso los errores de arbitraje, los cuales probaban al menos que el deporte era una actividad humana, luego imperfecta. Este sentimiento de imperfección fue resentido por espectadores y comentaristas franceses durante el heroico match del Tri contra Camerún donde el árbitro se cubrió de ridículo. Sentimiento de gloria ante la perfección de Ochoa frente a la Seleçao. Finalmente, es más glorioso ganar contra árbitro y adversarios o poner en jaque a Brasil. Las guerras de religión son las más feroces.