l festival literario Atlantide, que organiza cada año en Nantes el escritor Alberto Manguel, se celebra en la antigua fábrica de las célebres galletas LU, convertida ahora en un centro cultural. Nantes es una ciudad pródiga en espacios para la gente, lo que define el sentido de una verdadera urbe moderna. Junto a las aguas del río Loire se abren explanadas y espacios verdes, y se alzan parques de diversiones, uno de ellos con animales mecánicos gigantes, como salidos de la mente de Julio Verne, el nantés más famoso de todos los tiempos; y en la otra ribera se bajan las gradas hacia una catacumba donde se recuerda el tráfico de esclavos que hizo rico a este puerto, un baldón que hoy no se oculta, sino que se expone a la vista de los visitantes: un museo donde en el piso están inscritos en plaquitas los nombres de cada uno de los barco negreros que iban por su carga al África con destino a América. Una flota de plaquitas, nombres engañosamente pintorescos de barcos que parecen navegar en el asfalto.
El sitio que aloja al festival recoge las viejas iniciales LU de la fábrica de galletas, y se llama el Lugar Único. En sus salones, donde antes estuvieron los hornos y las máquinas, las bodegas de la harina, el azúcar, los huevos, la malta y la vainilla, y uno puede imaginar aquella fragancia envolvente, se realizan ahora las mesas redondas y conversaciones entre escritores que hemos venido de diferentes partes del mundo, de Canadá, Líbano, Haití, Nigeria, México, Colombia, Turquía, Camerún, Irak, Francia. Ucrania y Nicaragua. Esta es la coincidencia de que quiero hablar después.
Mientras tanto, una de las noches del festival, Alberto Manguel ha organizado una lectura colectiva, en la que participamos todos los invitados, de textos de autores censurados, o reprimidos, que viene a ser un homenaje a un ausente, el argelino Hubert Haddad, a quien las autoridades no permitieron la salida de su país, temerosas de la repercusión de sus posiciones en contra del fundamentalismo religioso que aflige a Argelia y a tantos otros países del mundo árabe. La novelista libanesa Hanan el-Cheikh lee uno de los cuentos de su propia exitosa versión de Las mil y una noches, porque, explica, se trata de un libro tantas veces censurado por su sensualidad y desacato sexual, y el suyo no es una excepción.
Pero vuelvo a Ucrania y Nicaragua. El día de la clausura del festival me ha tocado compartir la mesa de diálogo en el Gran Atelier del Lugar Único con el novelista Yuri Andrukhovych. Nuestro encuentro en el escenario tiene un título sugerente: Naturaleza política. Desde luego que el festival está dedicado a la naturaleza. Dos novelistas de países distantes que a través de la historia han sufrido experiencias diversas, no pocas de ellas dolorosas. Uno, el mío, fuera de los focos internacionales hoy en día; el otro, el de Yuri, sometido a la amenaza de ser dividido en pedazos por causa de los apetitos imperiales rusos, otra vez como en el pasado.
Yuri es autor La moscoviada, una novela llena de humor amargo acerca de sus años como joven escritor residente en Moscú, ya cuando el imperio soviético se deshacía y los países hasta entonces bajo la égida rusa buscaban su propio camino. La novela se llama Moscoviada, y en ella alienta el espíritu de diablo cojuelo no por picaresco menos trágico que uno encuentra en esa pintura goyesca que es El maestro y Margarita de Mijail Bulgakov. El poder fantasmagórico que reina desde el Kremlin surge de las catacumbas y desciende hacia ellas; las catacumbas donde circula un metro exclusivo para los jerarcas del partido, y no es el único privilegio de esa eterna casta que tantas veces ha resucitado de los sarcófagos de la historia, zares o comisarios, o agentes secretos coronados.
En el curso de nuestro diálogo cuenta acerca de la suerte repetida de Ucrania, la apetecida joya de la corona del imperio ruso. Sin Ucrania, desde los zares, Rusia no se siente a gusto. Es la presa siempre en riesgo de ser devuelta a las voraces fauces abiertas del vecino codicioso. Para tener en Ucrania a un país dócil y leal, que representara algo más íntimo que un simple aliado, el dictador Viktor Yanukovich fue mantenido en el poder y luego de su caída frente a la rebelión popular del Maidán, huyó a Rusia. Y lo que quedó al descubierto fue la obscenidad de la corrupción amparada en aquel concubinato.
Toneladas de lingotes de oro escondidos en los sótanos de las mansiones de los jerarcas, decenas de relojes de precios exorbitantes, colecciones de autos de lujo, centenares de trajes y zapatos, miles de fajos de euros, de rublos, de dólares. Hay un momento en que la corrupción rompe todas las compuertas y la acumulación de riqueza se convierte en un vicio insaciable, tener cada vez más, residencias, dachas, pianos, yates, obras de arte. Atesorarlo todo. Por eso es que la gente no salía de su asombro cuando tras hacer fila por horas entraba por fin en el palacio donde vivía Yanukovich, y contemplaba aquel lujo desmesurado, oculto hasta entonces a los ojos de los simples ciudadanos.
Lejano a Ucrania, y tan cercano que me siento. ¿Qué tiene que ver Nicaragua con Ucrania? Que el gobierno de mi país –le digo a Yuri mientras el público presente nos escucha contar esta historia doble– respalda sin concesiones a Rusia en su cínica manera de apoderarse de Ucrania moviendo sus piezas tras bambalinas, tirando la piedra y escondiendo la mano, las fauces abiertas, dando un mordisco aquí y otro allá a su territorio. Es lo que hizo con Georgia, y el gobierno de Ortega reconoció diplomáticamente a los países artificiales arrancados a tarascadas, junto con Nauru y Tuvalu, dos pequeños islotes del océano Pacífico, y Venezuela. Hechos que dan para novelas, afirma Yuri. No para novelas históricas, le digo yo; son pura literatura fantástica.
Nantes, mayo 2014
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