a tardía abdicación de Juan Carlos I al trono de España sacudió a los medios de todo el mundo y, como no podía ser de otro modo, también a los de México. Sobre la noticia se han escrito –y seguimos haciéndolo– una montaña de papeles que más allá del análisis dan testimonio de la relación emocional que nos une como contemporáneos a esa historia. Y no me refiero sólo a la repulsa a la idea monárquica que cruza la conciencia liberal mexicana, al republicanismo como inspiración de un régimen de libertad, justicia e igualdad, sino al indisoluble lazo que une a la República española de 1936, destruida por el fascismo, con la mejor tradición de la Revolución Mexicana, que nunca abandonó la defensa de la legalidad y los principios republicanos. Así pues, aun a la distancia, la renuncia del rey obliga a repasar el pasado, pero también y, sobre todo, a juzgar las lecciones derivadas del proceso de transición en España tan cuestionada hoy desde diversos flancos.
Surgido de la noche franquista como un puntal de que todo estaba atado y bien atado
, el rey Juan Carlos I, sucesor del Caudillo, pasará a ser la figura simbólica de un cambio democrático administrado desde el poder, en el cual se hace presente una ciudadanía inesperada, capaz de asumir no sin sacrificios, pero con templanza y moderación, la construcción de una monarquía constitucional muy distante del legado del dictador. Los ideales republicanos, ciertamente, desaparecieron de la escena, a cambio de fortalecer la legitimidad de los cambios posibles en el marco de la monarquía, pero el republicanismo jamás se extinguió por completo y se mantuvo como el rescoldo vivo de un horizonte de futuro.
Paradójicamente, el ascendiente sobre la derecha le permitió al rey y sus prohombres, entre ellos Adolfo Suárez, negociar con las izquierdas, pero también abrir un espacio –siempre cuestionado, es cierto– a las reivindicaciones nacionales contrarias al centralismo proverbial del Estado español. El balance de la gestión de Juan Carlos I es, pues, inseparable del análisis concreto de la correlación de fuerzas que permitió una real transformación de la sociedad española.
Hoy, la abdicación de Juan Carlos ha puesto en evidencia las múltiples tensiones que amenazan al orden establecido creado durante su largo reinado. La crisis del régimen del 78, más allá de la decadencia personal del monarca, aflora de múltiples maneras, arrastrada por el desgaste de las instituciones y el estancamiento de un modelo que sepulta el bienestar general, hundiendo en la incertidumbre el futuro de millones cuyo destino es la existencia precaria, atada a los vaivenes globales de los amos del mundo.
La crisis económica, más allá de los pequeños repuntes de la coyuntura, desarticula las conquistas sociales del pasado y coarta las reformas que contradicen la búsqueda de un cambio de gran calado, acrecentando la inestabilidad y el endurecimiento de las actitudes más intolerantes. De pronto, la contradicción entre República y monarquía resurge como un reclamo que ya no se limita a la nostalgia por la Segunda República, sino que se alimenta de la decepción actual de la ciudadanía, que no advierte razón alguna para mantener o justificar dicho régimen.
La caída de la legitimidad del rey marca los límites de un régimen que difícilmente se recuperará con la proclamación del nuevo monarca, menos aún si las fuerzas que lo apoyan siguen reacias a emprender las reformas que cada vez con mayor energía reclama la sociedad española. Hoy éstas tienen que responder a la pregunta de si es necesaria –y no sólo útil en sentido estrecho– la monarquía como forma del Estado. La exigencia de un referéndum para dirimir la cuestión tiene, en este sentido, el valor de poner al día una preocupación sustantiva que no desaparecerá por la asunción del nuevo rey.
Es un hecho que la abdicación del rey estuvo preparada con anticipación, pero no es menos cierto que detrás está la caída a plomo de la popularidad del jefe de Estado, alentada por la corrupción y el escándalo de los últimos tiempos. Resulta imposible disociar la renuncia del rey al estado de ánimo de una ciudadanía que abandona la confianza en el bipartidismo y se enfrenta a los desafíos soberanistas sin la clara voluntad del gobierno para buscar alternativas. Europa ya no es la solución sino parte del problema que España debe afrontar con una nueva visión capaz de poner en pie relaciones más justas, menos depredatorias. Los poderes fácticos, la casta
política, los grandes intereses financieros, apuestan al remozamiento de la monarquía como una fórmula para salvar el barco, pero las interrogantes, la dudas, los riesgos de la inestabilidad, son más intensos que las certezas. Una nueva generación reclama el paso; ¿será posible?