Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 1 de junio de 2014 Num: 1004

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La otra obra
de Carballido

Edgar Aguilar entrevista
con Héctor Herrera

El nombre de las piedras: memoria y diversidad
Esther Andradi

A la vista de todos: negación y complicidad
Ricardo Bada

Esquirlas trágicas de
la literatura alemana

Juan Manuel Roca

El murmullo del frío
Carlos Martín Briceño

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La Jornada Semanal

 

A la vista de todos:
negación y complicidad

Ricardo Bada

El 20 de noviembre de 1945, a poco más de seis meses desde el 8 de mayo, fecha de la capitulación incondicional de la Wehrmacht, comenzaron en Nuremberg los procesos contra los principales responsables del Holocausto y los demás crímenes nazis.

Hace poco tuve la curiosidad de volver a ver el DVD de la película cuyo título original era cien por ciento neutral, El juicio de Nuremberg, pero en España se conoció con otro que significaba una toma de posición: Vencedores o vencidos. En 1961, la censura franquista consideraba todavía que aquello no fue un proceso, que fue una venganza, la justicia del vencedor. Y me abismé de nuevo en ese filme de Stanley Kramer donde deslumbran luminarias como Spencer Tracy, Burt Lancaster, Richard Widmark, Judy Garland, Marlene Dietrich, Maximilian Schell (que recibiría el primer Oscar otorgado a un actor alemán tras de la guerra) y Montgomery Clift, quien también hubiera debido recibirlo por su interpretación, por más que su aparición en pantalla se reduce a unos escasísimos siete minutos, pero posiblemente sean los siete minutos más desgarradores de la historia del cine.

Y luego de revisar la película, luego de volverme a conmover con tal escena, y con la de Judy Garland (a pesar de que Monty, que presenció su filmación, le dijo a Kramer que Judy lo había hecho todo “al revés”), y con tantas otras de ese filme inolvidable para quienes aún creemos que puede hacerse justicia contra la infamia... Me puse a hojear de nuevo los dos libros que son los verdaderos protagonistas de este artículo.

Hay libros buenos y malos, y los hay que no importa si son buenos o malos, sino que sean sencillamente necesarios. La cabaña del Tío Tom puede ser un cabal ejemplo de libro malo pero necesario. Por suerte, el primero de los dos que voy a comentar, además de muy necesario, es un libro excelente. Se titula Vor aller Augen, es decir, A la vista de todos, y contiene una documentación fotográfica implacable, inapelable, y que para sus protagonistas, además, debiera –debería– ser insoportable.

Este libro alemán aparecido a fines de 2001 en la editorial Klartext, en la ciudad de Essen, en plena cuenca minera del Ruhr, el antaño corazón industrial del país, es un mentís rotundo y testimonial en contra del “yo no sabía”, del “nunca vimos nada” y del “aquí no teníamos idea de eso”. Contra esas manos limpias de Poncio Pilatos lavándose en la jofaina, que fueron las manos alemanas inmediatamente después del fin de la segunda guerra mundial.

¿Cómo es posible, nos hemos preguntado muchas veces, que el pueblo alemán no estuviese enterado, desde 1933 a 1945, de lo que fue la maquinaria criminal del régimen nazi? ¿Cómo es posible que la gente sencilla, el hombre de la calle, no tuviese idea de lo que era la sádica persecución de los judíos, de los gitanos, de los homosexuales, de los trabajadores extranjeros y esclavizados, y por si todo eso fuese poco, de los alemanes que se compadecían de ellos? ¿Estaban todos ciegos, no salían nunca a la calle?

Este libro, gracias a los dioses del Walhalla un libro alemán, demostró inequívocamente que esa gente sencilla sí sabía. Sus dos autores, Klaus Hesse y Philipp Springer, llevaron a cabo una paciente, insobornable labor de búsqueda de testimonios fotográficos de la persecución y el castigo nazis a quienes el régimen consideraba enemigos. Persecución que se efectuaba a la luz del día en cada ciudad, en cada pueblo, con asistencia documentada de sus habitantes. Castigos que se ejecutaban en público, en la plaza principal de cada ciudad, de cada pueblo, y con asistencia documentada de sus habitantes. Persecución y castigos a la vista de todos, como justamente se titula el libro.

Bastaría su portada para sentir vergüenza hasta en el último rincón del tuétano del alma.

Son tres fotos fechadas el 7 de febrero de 1941. En la de arriba se ve a una ciudadana alemana llamada Martha, de treinta y un años, sentada en una silla, maniatada, y del cuello le cuelga un gran cartel donde puede leerse, todavía en caracteres góticos, lo que subraya el sabor medieval de la escena: “Ich bin aus der Volksgemeinschaft ausgestoßen” (He sido expulsada de la comunidad). En la segunda foto, la de en medio, pueden verse esa misma silla y su ocupante arriba de una tarima y en el centro de un círculo de ciudadanos curiosos, en una plaza del lugar donde se la expone a la picota pública. Y en la tercera foto, abajo, un personaje que parece salido de las más tenebrosas imágenes del cine expresionista alemán –incluido el inevitable sombrero– le corta el pelo a esa mujer llamada Martha hasta dejarla completamente rapada, es decir, definitivamente marcada frente al resto de su pueblo, de sus conciudadanos. Tanto o más que si llevase marcada a fuego la a mayúscula de adulterio con que los puritanos de Nueva Inglaterra estigmatizaban a sus pecadoras. Nunca, dicho sea de paso, a sus pecadores. ¿Y cuál había sido el delito de Martha, ese invierno del año 1941? Nada menos que haber tenido relaciones íntimas con un polaco.

Unas 335 fotos integran el apabullante testimonio de este libro. Fueron hechas por particulares, por gente sencilla, por el hombre de la calle, y en casi todas ellas están presentes los ciudadanos del lugar, gente tan sencilla como el fotógrafo de turno –o como usted y como yo–, asistiendo estólidos o sonrientes, indiferentes o participativos (en algún caso cooperativos), a la escritura en vivo de un nuevo capítulo de la historia universal de la infamia.

Repasando a fondo las páginas de este libro revulsivo y necesario, acudió a mi recuerdo aquella frase cínica y ponciopilatesca de algunos argentinos al enterarse de que una persona de su entorno había sido “desaparecida” por la dictadura. Se limitaban a comentar: “Por algo será.” Una década más tarde, cuando era absolutamente claro hasta qué abismos de degradación moral se había asomado, e incluso desplomado, la vesania de los Videlas, Masseras y Astizes, cierto día apareció un graffiti en una pared de Buenos Aires, en el que elocuentemente podía leerse: “Vos sobreviviste: por algo será.”

Sí, por algo será. Siempre debe ser por algo, que no sé lo que es, pero sí sé que me provoca pánico, que los ciudadanos de a pie, la gente sencilla, como usted y como yo, nos quedamos tan tranquilos mientras a nuestro lado siguen escupiéndole y dándole patadas al honor del ser humano. Ese mamífero dizque superior... a condición de que sea ario. Y a ser posible, rubio.

Con lo cual llegamos al segundo libro que quiero comentar aquí, otro de la misma editorial Klartext (literalmente, “texto claro”; metafóricamente, “más claro, el agua”), una editorial que sigue haciendo honor a su nombre de pila. Y este segundo libro se titula Adolf Hitler en el “Rhin alemán”: la elite nazi vista por un fotógrafo amateur, y en él se recogen 141 fotos hechas por un aficionado, Teo Stötzel, que era amigo personal de Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler.

Con la llegada al poder, en 1933, los nazis descubrieron la buena vida. Y no se privaron de ella. Uno de los meridianos de la buena vida pasaba por Bad Godesberg, al sur de Bonn y frente a las Siete Colinas y la Roca del Dragón, todo un entorno muy nibelungo, dicho sea de paso. En Bad Godesberg, a la orilla del Rhin, el hotel Dreesen era una de las direcciones preferidas por la high society alemana, y al menos desde 1933 a 1936, los más altos jerarcas del partido y el Estado hicieron visitas regulares a tan distinguido albergue. Hitler, entre ellos.

Hitler siempre viajaba con su fotógrafo áulico, Heinrich Hoffmann, quien era la única persona autorizada para retratarlo de una manera oficial. Pero Teo Stötzel, prevaliéndose de su amistad con el delfín del régimen, y del hecho de vivir en Rüngsdorf, el barrio de Bad Godesberg donde sigue estando el Dreesen, siempre aparecía por allá con su cámara y, que se sepa, nunca hubo nada en contra de que fotografiase: se sospecha que además por ser amigo de Rudolf Hess, también porque el alcalde de BG y el director del hotel estaban interesados en retratarse con la haute volée. Estas fotos permanecieron lógicamente inéditas por los días en que fueron hechas, y hasta mucho después, ya muerto el matrimonio Stötzel. Por último, su hijo regaló los cuatrocientos negativos a un periodista, y a partir de ese momento estaba programado que algún día fueran publicadas. Es el libro del año 2003 que tengo en las manos.

Se trata de un documento gráfico interesantísimo, porque los jerarcas aparecen aquí despojados de ese hieratismo patético-ridículo que es una característica de la gestualidad nazi. La cámara los sorprende en sus momentos de expansión humana, en un ambiente distendido, entre amigos... que todavía eran entre sí, ya vendrían más tarde los sangrientos ajustes de cuentas.

Reseñaré sólo tres fotos de las 141. En la primera se ve al matrimonio Terboven sentado con Goebbels alrededor de una mesa baja, como si fuera del bar del hotel. Terboven llegaría a ser en 1940 comisario del Reich en Noruega, y se suicidó al capitular Alemania en 1945. Aquí lo vemos a la izquierda de la foto, y a su joven, bella, rubia y aria esposa a la derecha, y Goebbels está en medio. Lo espectacular de la foto es la mirada engolosinada de Goebbels, fija de un modo casi ensoñador en el escote de Frau Terboven.

La segunda foto que deseo describir es la de Hitler en la cubierta de un barco de recreo de los que recorren el Rhin, y saludando brazo doblado en alto, como era su costumbre (que parece siempre un jugador de baloncesto a punto de lanzar el balón hacia la canasta). ¿Y a quién está saludando? Pues a los pasajeros de otro de esos barcos de recreo, en este caso uno neerlandés que se llama Juliana, princesa de los Países Bajos, y lo curioso del caso es que esos pasajeros, la mayoría, también lo saludan brazo en alto y algunos hasta en posición de firmes. Ay, estos neerlandeses de vacaciones, de qué cosas no serán capaces...

Y la tercera... ah, es otra joya. Es la foto de una foto, hecha también durante ese mismo crucero por el Rhin. En la esquina inferior izquierda, recostado en la borda, está Goebbels. En primer término, también abajo, a la derecha, de espaldas, Hoffmann en el momento de retratar a Hitler, quien ocupa el centro de la mitad inferior del cuadro, de uniforme y con gorra de plato, con el mentón carismáticamente alzado en dirección a la orilla derecha del Rhin y con las manos cruzadas delante de la entrepierna como los jugadores de la barrera en el lanzamiento de un tiro libre. El resto del fotograma lo llenan el Rhin, “el Rhin alemán”, con su Führer al centro y la orilla izquierda (Bad Godesberg y el hotel Dreesen) en el borde superior. Hasta las olas de la estela del barco se confabulan para hacer de esta foto una imagen histórica, y en la que no se sabe qué admirar más, si la profesionalidad de Hoffmann o la astucia de Stötzel.

Viene luego otra foto divertidísima y que yo creo que le hubiese costado un buen rapapolvo de la Gestapo, en la que se ve a Hitler sentado en la popa del barco, con los codos apoyados en los brazos de la silla y las manos semicerradas y recogidas entre las piernas, ¡pero, sobre todo! con el labio superior fruncido hacia el bigotito como si estuviese oliendo caca, como si se hubiera hecho en los pantalones.

Por último, quiero dejar testimonio fehaciente de que desde mucho antes de encontrarla documentada en este libro, todos los días, al asomarme al telediario y registrar con qué avidez la mirada del político entrevistado rastrea el entorno para descubrir cuál es la cámara que lo está filmando, me saco el sombrero (o séase, la boina) delante del precursor de todos ellos en el arte de posar. Él fue quien los orientó en la dirección del Big Bastard, de ese Hitler liliputiense (aunque no siempre: recordemos a Pol Pot, Idi Amin, Milosevic) que se les autoinstala a los políticos cuando llegan al poder, y es el clandestino Mr. Hyde detrás de sus respetables apariciones como Dr. Jekyll. Después de lo cual me entra a caminar por el pecho una indecible angustia. Pero ésa es ya sólo cosa mía.