lgo quedó claro en la pasada 56 entrega de los Arieles: el ci- ne mexicano goza de una salud excelente.
La selección de títulos arrojó un balance positivo y la competencia estuvo reñida. Quedó claro también, desde las intervenciones humorísticas de los maestros de ceremonia, los actores Enrique Arreola y Regina Orozco, hasta los planteamientos de la presidenta de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, la actriz Blanca Guerra, que en México prevalece una falta de voluntad política por parte del Estado para garantizar una correcta distribución y exhibición de este cine sobresaliente. Aunque se han señalado algunas de las causas de este desequilibrio crónico entre el gran número de películas producidas en cada uno de los últimos años y el número mucho menor de cintas efectivamente distribuidas y exhibidas, las autoridades responsables de corregir una situación tan anómala, parecen incapaces ya de aportar una solución efectiva al problema.
Se puede señalar la firma del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) hace 20 años como el origen principal del desequilibrio. Una firma que incluyó al cine mexicano en un paquete de libres intercambios comerciales, como una mercancía más, y no señalando y defendiendo su especificidad como un bien eminentemente cultural.
Canadá, el tercer país firmante, sí excluyó a su cine de dicha negociación, garantizando así una mejor defensa de sus condiciones de distribución. Existen cláusulas específicas para renegociar y corregir las condiciones de desequilibrio que tanto vulneran a nuestro cine frente a la apabullante presencia en cartelera las producciones hollywoodenses. Pero son cláusulas que no se discuten ni se cuestionan a nivel gubernamental con el fin de producir cambios y resultados positivos a corto o mediano plazo. En estas circunstancias, la Ley de Cinematografía parece ser ya letra muerta o, en el mejor de los casos, un instrumento insuficiente para revertir esta situación dramática.
Hace 10 años, una década antes de sus recientes cuestionamientos al Estado mexicano por su falta de transparencia y voluntad política para animar un debate público sobre los asuntos que más afectan a la nación, el cineasta Alfonso Cuarón había señalado algo más: la falta de visión de nuestros gobernantes en materia de cine. Y lo hizo de modo tajante: El país está secuestrado por la ignorancia, pero una ignorancia doble: primero, la de no ver el negocio que representa el cine, y luego la de querer convertir a México en una empresa al servicio de las grandes corporaciones trasnacionales
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El día de hoy la miopía oficial sigue siendo la misma, y posiblemente se hayan acentuado más aún las fallas en las dioptrías, al punto de volverse ya el caso un asunto de ceguera. La misma impotencia para corregir los abusos de los monopolios televisivos, y garantizar un espectro cultural más amplio y más democrático de propuestas audiovisuales, se reproduce en la incapacidad de legislar en favor de un cine mexicano que no deba ser el eterno pariente pobre de la cartelera comercial.
Considérese la calidad de los títulos premiados en los Arieles: La jaula de oro, Heli, Los insólitos peces gatos, Halley, Workers, Quebranto, entre otros, y sus limitadísimas oportunidades de llegar a públicos amplios no sólo en la ciudad de México, sino de manera más difícil aún en el interior del país. Compárese la calidad de dichas cintas con la oferta internacional, y para sorpresa de muchos, el cine mexicano sale hoy a menudo airoso, algo que no sucedía desde hace largo tiempo.
Cuarón tenía razón hace 10 años y sin duda hoy sostiene lo mismo: la ignorancia tiene secuestrado al país, y esto se refleja en su irredimible complacencia frente a las ofertas chatarra tanto en cine como en televisión, y en su nula capacidad para construir mecanismos realmente eficaces para defender la distribución de un cine mexicano de calidad. Una calidad que no está reñida con una noción de entretenimiento, como bien lo demuestran los títulos premiados. Regresando al señalamiento de Cuarón, persiste hoy la gran ignorancia de tampoco ver siquiera el negocio que podría hoy representar el cine mexicano si se le garantizara una distribución conveniente.
Esta situación ha conducido a un conformismo de doble carril: tanto las autoridades como el público admiten como algo normal que el cine hollywoodense acapare la inmensa mayoría de salas de exhibición todo el año, y que al cine mexicano (salvo muy pocas excepciones) se le reserven canales de distribución alternativos, a manera de premio de consolación (Cineteca Nacional, circuito cultural universitario, escasos cine clubes, festivales a lo largo del país). Todo menos el coto reservado a los sitios de entretenimiento de las grandes corporaciones transnacionales. Después de los Arieles, el triunfo mayor lo sigue detentando hoy la ignorancia.