n el curso de 2013 la economía mexicana creció 1.1 por ciento. Las proyecciones para este año han sido sistemáticamente ajustadas a la baja desde un 3.9 hasta un 2.7 por ciento, y cayendo, pese a que el régimen ha logrado imponer todas las condiciones que alegó necesarias para reactivar la economía, la cual, independientemente de que pueda considerarse técnicamente situada en un momento recesivo, o no, exhibe un comportamiento pésimo. Si el país requiere de un crecimiento superior a 6 por ciento no para desarrollarse, sino para no seguir involucionando, y en el caso de que se logre el 2.7 del más reciente pronóstico, en los dos primeros años del peñato estaremos ante un decrecimiento neto cercano a 5 por ciento.
Entre otras cosas, el régimen ha dispuesto de los presupuestos que ha querido, ha recortado derechos y conquistas laborales, ha mantenido el incremento salarial muy por debajo del índice inflacionario, ha destruido la obra de Lázaro Cárdenas y ha sentado las bases legales para rematar a un puñado de zopilotes extranjeros y nacionales los yacimientos petrolíferos, la refinación, la venta de gasolina, la generación de electricidad y el espectro radioeléctrico.
Aunque oficialmente existe una Secretaría de Economía, formalmente responsable de hacerla crecer, todo mundo sabe que la formulación y la ejecución de la política económica no depende de su titular, Ildefonso Guajardo Villarreal –cuya oficina debería llamarse, con mayor propiedad, Secretaría de Inversiones y Comercio Exterior, que es a lo que en realidad se dedica– sino del secretario de Hacienda, Luis Videgaray Caso.
Este funcionario no llegó a su actual cargo en condición inmaculada. Siendo coordinador de la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto utilizó fondos del estado de México –por medio de la cuenta de ScotiaBank 03800806935– a tareas de proselitismo político (http://is.gd/EHqYtx) y mintió al negar rotundamente algo que era cierto: que el PRI manejaba fondos por medio de Monex (http://is.gd/fgFVjC). Pero al margen de manchas previas al 1º de diciembre de 2012, desde esa fecha Videgaray es –todo mundo lo sabe– el artífice de la política económica en curso que es, acentuada y agravada, la misma que fue impuesta al país desde hace tres décadas. Y ese solo hecho habría debido bastar, en un entorno democrático y de rendición de cuentas, para que él y el resto de los funcionarios del llamado gabinete económico fueran echados de sus cargos: 18 meses de declive económico sostenido y de sacrificios multiplicados para asalariados, profesionistas, comerciantes e industriales son un lapso demasiado largo en un país que ya no está al borde del estallido social, sino que acumula estallidos a una velocidad mayor a la que los operadores políticos pueden desactivarlos o hacer como que los desactivan, que es el caso del comisionado Alfredo Castillo en Michoacán.
Y sin embargo, aunque el país camina con paso firme por la ruta del desastre social, político y económico, Videgaray y el resto de los colaboradores de Peña –con la excepción de Manuel Mondragón y Kalb, ex comisionado de algo de seguridad– permanecen pegados con Kola-loka en sus sillones.
La razón es simple: ninguno de ellos rinde cuentas a la sociedad mexicana porque ninguno de ellos la representa. Es el caso de Videgaray, quien, se le vea por donde se le vea, no actúa en defensa y promoción de los intereses de los mexicanos, sino en los de los capitales trasnacionales que se disponen a dar un zarpazo en lo que al país le quedaba de propiedad nacional. En otros términos, su gestión es evaluada –en forma aprobatoria, a juzgar por su permanencia en el cargo– en los consejos de administración de Exxon Mobil, British Petroleum, Chevron, Repsol, posiblemente en las oficinas del Departamento de Estado y en otros sitios que son, ahora, las verdaderas sedes del poder político de México. Ese dato debiera llevar a repensar las formas de incidir en la vida insititucional del país.
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