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Escritor a fuerza
N

unca pensé convertirme en escritor. A pesar de ello lo soy, tanto en materia académica –libros y colaboraciones en libros– como periodística. Esta columna lo comprueba sin la menor duda.

Pero hay un tema que no he desarrollado, aunque sí iniciado muchas veces y que me parece tiene una importancia especial, al menos para mí. Me refiero a la narración de lo que he vivido bajo circunstancias diferentes, pero que reflejan sin duda una parte de la historia, primero de España, después del mundo en general y finalmente de México. Y lo que inicié hace mucho tiempo se está convirtiendo en la tarea diaria, si es que las actividades profesionales lo permiten, que no es fácil, de escribir unas memorias que serán lógicamente personales, pero no tanto.

Se iniciarían a partir de mi nacimiento en Sevilla, España, el 2 de diciembre de 1925, lo que me convierte en un anciano evidente, de 88 años cumplidos, en este momento.

En Sevilla, en la Facultad de Derecho, explicaba don Demófilo de Buen, mi ilustre padre, derecho civil. Lo había hecho antes en Salamanca, cuando el rector era nada menos que don Miguel de Unamuno. Alguna vez lo conocí en un paseo a Salamanca, allá por el año de 1934 o 1935 y mi padre nos presentó con él en la Plaza Central de Salamanca. No olvido ese momento. Papá explicaba derecho civil en la Facultad de Derecho y posteriormente lo hizo en Sevilla, donde también ejerció la profesión de abogado. Vino la República en 1931 y tuvimos que trasladarnos a Madrid. Vivimos primero en la colonia Cruz del Rayo, cerca de los abuelos Odón de Buen y Rafaela Lozano de De Buen y después en el barrio de Salamanca, en Diego de León 41, cuarto piso. En Madrid vivía el abuelo Fernando Lozano, en las calles de Velázquez, que también fue bisabuelo, porque a mi padre se le ocurrió casarse con Paz Lozano Rey, hermana de su madre y por lo tanto su tía. No fue un tema fácil.

En 1936 vino la Guerra Civil. Viajamos a Barcelona y mi padre a Ginebra, Suiza, donde representaba, en la OIT, al gobierno español. Le ofrecieron un puesto muy importante, pero no lo aceptó para regresar a España.

Los movimientos del gobierno republicano nos hicieron vivir en Valencia (Godella) y después en Barcelona. En 1938 empezaron los bombardeos y una bomba nos cayó muy cerca, por lo que mi padre decidió llevarnos a Banyuls sur Mer, pueblo francés en el que existía un laboratorio de oceanografía, especialidad del abuelo Odón. Después tuvimos que ir a Toulouse y más tarde a París, porque mi padre tenía la representación del gobierno español, ya en el exilio, al haber terminado la Guerra Civil.

Vino la guerra europea y antes de que los alemanes entraran en París, con el riesgo de la deportación de mi padre, viajamos a Burdeos para embarcarnos hacia República Dominicana, con quinientos y pico de españoles provenientes de los campos de concentración. Pero el general Trujillo no nos aceptó y se arregló, gracias a mi general Lázaro Cárdenas, que viniéramos a México. Tuvimos que cambiar de barco en la Martinica y en el Santo Domingo, de la Compañía Trasatlántica francesa, llegamos a Coatzacoalcos el 26 de julio de 1940.

Después fue todo. Instituto Luis Vives para seguir el bachillerato, Escuela Nacional de Jurisprudencia, servicio militar porque me dio la gana (no era aún mexicano) y me tocó bola blanca en el sorteo, en el Batallón de Transmisiones y después todo lo demás. Terminar la carrera de abogado, más o menos ejercicio profesional, doctorado, cátedra de derecho civil y todo lo que ha seguido, libros en abundancia, conferencias y congresos por todas partes.

Pueden imaginar que hay mucho que contar. Por eso he decidido terminar mis memorias. Hay mucho que decir. Algún día, espero que no tarden mucho, se convertirán en un libro. Que no será, como los demás, de derecho. Solamente de vida.