17 de mayo de 2014     Número 80

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada
 
El lago perdido y Las enseñanzas
de doña Mauricia

Avecindados de antiguo en una cuenca lacustre, los chilangos fuimos por mucho tiempo gente del agua. Ahora las grandes aguas se fueron y sólo las recordamos durante la temporada de lluvias cuando brotan a chorros por las alcantarillas como si el lago enterrado quisiera regresar y en los terremotos cuando el subsuelo lodoso multiplica la fuerza de los sacudones. Pero si no llueve y no tiembla, los defeños poco pensamos en el lago perdido.

No así los pueblos del sur, que a pesar del histórico saqueo hídrico al que los sometimos, son aún pueblos del agua. Comunidades rurales como las que persisten en Xochimilco, Tláhuac, Milpa Alta, Tlalpan y Álvaro Obregón, que junto con las de Cuajimalpa y de municipios mexiquenses como Chalco y Tlalmanalco, son las que apagan nuestra sed captando las lluvias que alimentan la insondable maraña de caños y tuberías que abastece a la gran ciudad.

Pueblos del sur a los que estamos matando porque ellos viven del agua y nosotros se la robamos. Y el que cometemos es un hurto hídrico suicida, pues del agua que infiltran y conservan vivimos también nosotros, los sedientos chilangos de banqueta.

De eso hablaban hace unas semanas los campesinos del sur defeño en un Foro celebrado en el plantel San Lorenzo Tezonco, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. El maestro chinampero José Genovevo Pérez Espinosa, de Xochimilco, exaltaba las virtudes de un milenario sistema de cultivo que al principio sirvió para ganarle tierras al lago y que en su delegación y en la de Tláhuac aún persiste, mientras que Juan Carlos Loza Jurado, de Milpa Alta, hacía el elogio de la terrazas que permitieron a los del viejo Malacachtepec Momozco cultivar los cerros empinados reteniendo la tierra y el agua mediante escalones artificiales.

Pero estas maravillas apenas sobreviven, porque durante cinco siglos los nuevos avecindados en la cuenca hemos venido cometiendo un acuacidio.

Alimentada por los escurrimientos de la formación volcánica Ajusco-Chichinautzin, 700 mil años atrás la cuenca de México se volvió lago. Las orillas comenzaron a poblarse hace cinco mil, y hace menos de mil los xochimilcas –una de las siete tribus provenientes de los míticos Aztlán y Chicomostoc que se había asentado en las riveras del sur- desarrollaron sofisticadas técnicas agrícolas. Al filo del lago hicieron chinampas: islotes de lodo cercados con árboles de Ahuejote con las que ampliaban la superficie de cultivo y en las zonas de pendiente, para evitar que al desmontarlas el agua corriera y deslavara la tierra, construyeron terrazas reforzadas con piedra volcánica.

Las chinampas son un sistema único en el mundo y pueden sostener entre tres y cinco ciclos agrícolas anuales con cosechas de hasta cuatro toneladas de cultivos como maíz, frijol, amaranto, chile, tomate, calabaza, chayote y quelites. La producción de la zona alcanzó su máximo entre 1400 y 1520, años en los que alimentaba a unas 170 mil personas sustentando las ciudades de los pueblos nahuatlacos, en particular la Gran Tenochtitlán. Los mexicas hicieron obras hidráulicas, como el albarradón, que mantenía separadas las aguas dulces de las saladas, pero nunca rompieron el ciclo hídrico.

El acuacidio empieza en la Colonia, con las grandes obras de desecación y control de aguas. Malhadados emprendimientos que continúan durante el México Independiente. Con el siglo XX se inauguran el gran túnel y el canal que sacan las aguas de la cuenca al río Tequisquiac, con lo que los escurrimientos naturales que podrían darnos de beber son enviados al drenaje primario. Se inician también los trabajos para capturar las aguas de los manantiales de Xochimilco y conectarlas a la red de agua potable de la ciudad. Magnas instalaciones que se inauguran en 1910. Finalmente, en los años 30’s se acelera, mediante pozos profundos, la desmedida extracción de agua del subsuelo en proporciones mayores a las de su reposición.

Con esto se cierra el círculo vicioso y para el medio siglo han desaparecido por completo los lagos de Chalco, Texcoco, San Cristóbal y Xaltocan, y los humedales de Tláhuac y Xochimilco están prácticamente secos. Desastre que pretenden compensar devolviendo a la zona aguas tratadas en las plantas de Cerro de la Estrella y de San Luis Tlaxialtemalco. Hoy lo que queda del vergel son unos 200 kilómetros de canales y algunas chinampas en que se siembran flores y hortalizas. El viejo esplendor se perdió y con él se extinguieron el pescado blanco y la almeja de Xochimilco mientras que el ajolote y el acocil agonizan.

Saldo, entre otras cosas, de la desecación es el desplome de la antes floreciente agricultura de la cuenca. Todavía a principios de los 80’s del pasado siglo la ciudad tenía unas 40 mil hectáreas en cultivo. Hoy quedan menos de 20 mil, de las que siete mil 500 son de avena forrajera; seis mil de maíz –de grano y elotero-; cerca de cuatro mil 500 de nopal verdura, y modestas extensiones de hortalizas, plantas de ornato y flores en las chinampas de Xochimilco y Tláhuac.

En tres décadas la superficie sembrada se redujo a la mitad, lo que significa que cada año se pierden para el cultivo cerca de mil hectáreas, dos cada día. Y lo peor es que todas las semanas un campesino defeño decide dejar de sembrar. Día tras día, hora tras hora avanza el asfalto y retrocede el surco. Progresión suicida que necesitamos parar cuando aún estamos a tiempo.

Pero los pueblos del agua no se dan por vencidos, como se vio en el Foro. Gracias a sus siembras y saberes el maestro José Genovevo pudo mandar a la universidad a sus tres hijos. Esta es la buena noticia. La mala es que los flamantes graduados le piden que venda o alquile la chinampa pues ellos no la piensan cultivar. Sin embargo, no todo está perdido. Baruc Martínez Díaz, el joven nahuatlato de Tláhuac, que inauguró el evento con un saludo en su lengua, dice que cuando niño odiaba la agricultura de la que vivía su familia pues sus compañeros de escuela le hacían burla por “campesino”. Hoy Baruc está terminando su doctorado en historia por la UNAM… y está reaprendiendo a sembrar. Con título y todo, la gente del agua está regresando a la querencia.

Como es (mala) costumbre, las mujeres hablaron solo al término del acto. Y lo hicieron para explicarnos que antes únicamente la familia se enteraba de lo que guisaban, pero que de un tiempo a esta parte formaron un grupo y salieron de casa para mostrarle al mundo todo lo que saben hacer. Y vaya si saben. Ese día unos comimos ahuahutli –hueva del mosco de los humedales secado al sol y preparado en pequeñas tortas- que nos sirvieron en salsa verde, mientras que otros saboreaban pato de lago en mole de San Pedro Atocpan, y de tapadera unos frijoles quebrados con xoconoxtle. Pura comida en peligro de extinción.

Al final, mientras escuchábamos al grupo atocpense Imaginación interpretar El querreque, con versos albureros y contra ellos entonados por la espléndida violinista y cantante Eréndira Hernández, los uamilperos que el año pasado sembraron maíz, frijol y calabaza en el campus de San Lorenzo Tezonco, me presentaron a doña Mauricia, la señora que les enseñó a sembrar.

Sembrar, cultivar la tierra. Un oficio que doña Mauricia conoce bien porque le ayuda a su marido en la milpa. Pero lo suyo, me dijo, lo suyo suyo es cocinar. Y mientras contaba orgullosa como desgrana las mazorcas, alista el nixtamal, prepara la masa en el metate, le pone su manteca y extiende en el comal tortillas hechas a mano –sin ayuda de la dichosa prensita de madera-, tuve una revelación, una iluminación como las de Rimbaud y Benjamín: ahí estaba –pequeña y con delantal- la otra mitad del mundo, la mitad oculta e ignorada, la mitad femenina de la milpa que mi androcentrismo milpero que había impedido ver.

Me explico. He dicho muchas veces que hacer milpa es un paradigma alternativo que destaca las virtudes de la diversidad sinérgica de haceres y saberes, una metáfora del buen vivir. A continuación y en su carácter de alegoría, paso a describir el proverbial policultivo en que se hermanan maíz, frijol, calabaza, chile… El problema es que esto es apenas la mitad de la milpa. La mitad visible y reconocida porque su protagonista es el varón. La otra mitad tiene como protagonista a la mujer –no porque sea lo suyo por naturaleza, sino porque eso le enseñaron a hacer- y empieza en la cocina donde los productos de la siembra se transforman en comida, y continúa con el cuidado de la salud, de la educación, de la limpieza, del vestido, de la vivienda… además de que ellas preservan la memoria y son las encargadas de dar a luz a los que nacen y de amortajar a los que mueren...

Entonces, si olvidamos la llamada economía del cuidado que en el hogar y el traspatio prolonga y sublima los trabajos de la parcela, hacer milpa resulta una consigna patriarcal, un paradigma sexista.
“Si quieren, además de enseñarles a sembrar, les enseño a echar tortillas. A todos, les enseño: a ellas y a ellos”. Propone socarrona doña Mauricia.

“Se me enchinó el cuero”, me dice en corto el buen Itzám, uno de los más entusiastas impulsores de una milpa uamera que ahora deberá ser completada con su mitad faltante. Y no es para menos: oculto, como el viejo lago un vertiginoso mundo de saberes y haceres –más que femeninos universales-, nos aguarda junto al fogón.

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