a enjundia con que el gobierno de Peña Nieto emprendió el sexenio no solamente ha venido declinando con el paso de los meses, como lo comprueban los rostros austeros de los políticos oficialistas ante las cifras de la economía que no levanta, muy a pesar del discurso del optimismo galopante que ya se sabe aturde pero no convence. En cierta forma, el gobierno es víctima de las prisas que marcaron los acuerdos para las reformas, los cuales se asumieron como si ya se hubieran obtenido los resultados que en todo caso dependerían de su hasta ahora incierta aplicación. Se reformó la Constitución, pero en el aire quedaron pendientes los temas cruciales, la negociación con los intereses en juego, la perspectiva de introducir cambios estratégicos en un proyecto coherente de nación. Cambios que exigirían el mayor rigor, serenidad de todas las partes, se tramitaron a última hora, como si estuviéramos en el cierre de tianguis pueblerino, sin atender a la jerarquía de los problemas y la urgencia de resolverlos.
Para el gobierno, lo importante parecía ser el quiebre sicológico consistente en aprobar a cualquier costo las reformas pendientes, dar el primer paso y ganar la iniciativa. Medidas de gran calado para el futuro electoral se adoptaron sin una clara visión de la reforma del Estado, es decir, sin avanzar en la definición del régimen que se requiere para conservar la soberanía democrática en las condiciones de la globalización, sin confundir la necesidad de tener un Estado fuerte con la vuelta al centralismo presidencial que anula la reconstrucción del federalismo. Se adoptaron leyes educativas como vía para enfrentar disputas políticas o laborales enquistadas en la sociedad, sin advertir que el ajuste burocrático desde arriba no sustituye al maestro de carne y hueso que aún debe liberarse de las ataduras corporativas que también limitan su renacimiento cultural y moral. En cuanto a los temas energéticos se procede poniendo la carreta delante de los caballos, como si bastara el conjuro contra el legado cardenista para desatar el arribo de capitales productivos que merodean el patrimonio nacional y éstos nos devolvieran el bienestar o la promesa de una vida menos difícil, marcada por la desigualdad, la ausencia de empleo digno, por la desesperanza.
Sin embargo, al paso de los meses, las reformas se entrampan en los detalles y pierden buena parte de su glamour, incluso la de telecomunicaciones que era la gran apuesta para recuperar en los hechos la rectoría del Estado. La instrumentación
, sabemos no será sencilla, pues las disputas no se reducen a ciertas definiciones técnicas, sino al modo como se redistribuirá el potencial económico y político en una industria clave para mantener funcionando las reglas del juego. Y es aquí, a la hora de pasar del dicho al hecho, donde resurge la desconfianza de una ciudadanía acostumbrada a inquirir qué hay detrás
de las promesas oficiales. Duros años de alternancia y confrontación en el desierto institucional, lejos de crear al ciudadano fuerte que la democracia exige, alentaron al descreído y desconfiado, al pesimista que al final suele acertar en los pronósticos negativos.
Si la recuperación prometida por el establishment no se da –y según los datos no se dará pronto– es muy probable que se despliegue, filtrándose a través de la protesta y la movilización, una coalición del rechazo a la política que en definitiva cuestiona la posibilidad de salir gradualmente de la crisis nacional. La parafernalia de las grandes reformas estructurales se agota, justamente ante la falta de resultados, es decir, de cara al paradigma fundacional del gobierno. El radicalismo, siempre y en todas partes, florece cuando las reformas fracasan o son materia para la pura manipulación ideológica. Se dirá que es muy pronto para adelantar un juicio.
Pero el gobierno no quiere ver cifras que nos recuerden el país que somos y no el que imaginamos. Advierte, palabras más palabras menos, que la economía va bien
, aunque los indicadores –y la percepción de la gente– digan lo contrario. Pero el voluntarismo no es un buen consejero para ir al fondo de una crisis que afecta al sistema como tal, aunque nuestros políticos más modernos (y oportunistas) sigan creyendo que México es una isla, casi como imaginariamente lo era en los viejos tiempos del nacionalismo más estrecho.
Cuando ya empiezan las especulaciones acerca del 2015, vale la pena tener presente el horizonte cotidiano de violencia y corrupción que domina la vida de amplios sectores de la población. Ojalá y se advierta (en las cúpulas del poder) que el malestar es real, que éste halla razones y sinrazones en la apabullante realidad que agrieta la iniciativa y destruye la solidaridad como eje de cualquier recuperación moral de la sociedad.
El fortalecimiento del juego democrático reclama más que nunca no olvidar que vivimos en una sociedad vergonzosamente desigual, donde a las antiguas carencias se suman los efectos destructivos de cierta modernidad que avanza sin redistribuir la riqueza, devaluando el valor del trabajo y concentrando economía y poder en la cima de una oligarquía carente de visión histórica.
A la luz del desorden cabe preguntar, por ejemplo, ¿de verdad es necesaria tanta prisa para definir el qué y el cómo de la reforma energética?