as reformas hasta hoy han terminado desfiguradas. La educativa es imposible de aplicar sin una profunda democratización del sindicato nacional. En la de telecomunicaciones se intenta imponer un proyecto que afecta gravemente derechos fundamentales. En la energética emerge toda la pus de la corrupción alrededor de Pemex, y refuerza la necesidad de una depuración interna y un mejor diseño regulatorio antes de abrir el sector a las empresas trasnacionales. La reforma fiscal después de múltiples retrocesos ha sido un auténtico parto de los montes.
El Pacto por México era esencialmente un acuerdo de la clase política expresado en sus tres principales partidos, empujado por la debilidad derivada de sus conflictos internos y de los resultados mismos de las elecciones de 2012, y con un propósito central: recuperar el poder del Estado fragmentado y canibalizado por los distintos poderes fácticos.
Las dificultades para la instrumentación de las reformas e incluso para la elaboración de leyes secundarias son consecuencia en parte de la misma reacción de los poderes fácticos. Habría sido ilusorio suponer que aceptarían sin una reacción contundente un encuadramiento y un conjunto de regulaciones que terminarían reduciendo sus poderes extraordinarios.
Pero hay también un problema de diseño institucional que expresa una visión de la democracia ajena a las realidades socio-demográficas y a los requerimientos de construcción de nuevas coaliciones capaces de afrontar con éxito a los poderes fácticos.
En el fondo existe una tensión entre dos narrativas. Por una parte la democracia procedimental –el voto que se cuenta y que cuenta– que fue desarrollándose con gradual confianza en las elecciones y sus resultados desde 1994 hasta 2006. Por otro lado, y en paralelo, una forma de activismo ciudadano que combina movilizaciones y propuestas programáticas, centrada en el amplio espectro de los derechos humanos y perfilando una democracia liberal y pluralista.
Tensión no significa antagonismo. Pero desde los años setenta sectores conservadores adujeron que la profundización de la democracia y el compromiso igualitario de los Estados, eran factores de ingobernabilidad. Su dictamen fue que dado que la satisfacción de demandas sociales terminan sobrecargando al Estado, la pluralidad democrática hace más costosa la agregación y articulación de intereses. (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975). A este esquema de contención social y baja participación ciudadana se le ha llamado democracia delegativa (O’Donnell) o democracia no liberal (Zakaria).
Es cierto que el activismo ciudadano se ha vuelto más crítico. Pero es debido a la presencia de estructuras excluyentes que desde las cúpulas gubernamentales tratan de antemano de limitar cuando no banalizar la participación ciudadana. Por otro lado que las expectativas ciudadanas no excedan la capacidad de respuesta del Estado depende de los instrumentos con que cuente el Estado, y de la transparencia y veracidad con la cual los gobiernos atiendan las demandas ciudadanas.
La reconstrucción de las capacidades del Estado y la generación de un ambiente propicio para la participación ciudadana deben ser el punto de partida de una rectificación indispensable. No se trata sólo de un momento legislativo ni de una concertación partidista. Lo decisivo es si se abrirán espacios serios para la deliberación o sólo consultas decorativas. Sin deliberación la implementación será el espacio de severas confrontaciones. Sin deliberación la implementación fragmentará aún más el poder político.
El mediocre crecimiento de la economía, la presencia ubicua del crimen organizado y una enorme desigualdad que desgarra y desarticula; exigen otra manera de asumir la política y el poder. Para esto no basta una lectura adecuada –hasta el momento ausente– desde las elites. Hace falta también la organización y la presión desde los mismos ciudadanos.
Twitter: gusto47