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La posteridad del hijo de Lucía
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Periódico La Jornada
Sábado 26 de abril de 2014, p. a16

Hace exactamente dos meses en las plazas de los pueblos y pequeñas ciudades del mundo se congregaron cientos de jóvenes para, en silencio, levantar hacia el cielo sus guitarras en señal de duelo.

Todos las sostenían por el mástil mientras las panzas de sus instrumentos giraban como rehiletes contra el viento gélido de invierno. Remolino de rehiletes las plazas del planeta.

Había muerto el guitarrista mayor. El hijo de Lucía.

Unas horas después, en las tiendas propiedad del señor Slim se multiplicaron los discos del finado. En algunas de ellas de plano les abrieron un espacio especial a los ejemplares recién sacados de las bodegas y luego empezaron a llegar las reimpresiones. Y ahí sigue ese espacio ganado a pulso. Una fracción de su posteridad.

De entre esa presencia/legado, elegimos dos ejemplos que fungen como emblema de su discografía, hoy en pleno movimiento y mientras llega el disco póstumo, Canción andaluza, que dejó listo el de Algeciras antes de irse al paraíso, primero el de Playa del Carmen y luego al de la metáfora.

Concierto de Aranjuez resulta, desde el momento de su manufactura, un disco clásico en el amplio sentido del término, por atemporal y por su genealogía. Además de llevar del tugurio, del barrio, de entre el polvo y lodo hacia las salas de concierto la música popular de su aldea, Paco de Lucía fue un concertista único.

Este disco fue grabado en 1991, como parte de las celebraciones por el V Centenario del descubrimiento de América.

El lugar, la orquesta, el público, todo fue propicio para que el guitarrista en ese entonces de 43 años dejara para la posteridad la mejor versión de las innúmeras que se han grabado de uno de los conciertos para guitarra y orquesta más populares de la historia.

En Torrelodones, Madrid, Edmon Colomer tomó la batuta frente a la magnífica Orquesta de Cadaqués. Entre el público estaba Joaquín Rodrigo, quien al final de su Aranjuez subió al escenario, cuya foto aparece en la portada del disco, escuchando la segunda parte del programa: tres piezas de la suite Iberia, de Isaac Albéniz, arregladas para tres guitarras por Juan Manuel Cañizares, quien activó su encordado junto al del hijo de Lucía y el tercero a bordo fue José María Bandera.

¿Por qué es la mejor? Sencillamente porque entre el Olimpo de guitarristas extraordinarios que reinan el ámbito del concertismo, ninguno pudo ni podrá tocar en ritmo, es decir, en el espíritu de la música de la aldea.

No el duende sino más, mucho más allá: tocar en ritmo para Paco de Lucía era poner las tripas, el alma, las manos, la mirada y el corazón en cada nota musical que pasaba por su mente, nacida de una imaginería sin tiempo, sin edad. Es por eso que uno escucha este disco y cada vez que lo vuelve a poner, una y otra, suena cada vez más nuevo.

Lo que suena es una sonrisa que denota la paz interior que posee quien sabe del maltrato pero se sabe inocente, limpio. Aportador.

En varias ocasiones el Disquero tuvo la dicha de charlar con el hijo de Lucía. En una de ellas dijo: “lo único que sé hacer lo hago con una guitarra en la mano. Y eso lo sé desde que nací. Y nací con el complejo de que no era nadie, nada, porque la música flamenca ha sido muy maltratada en mi propio país: según la sociedad de mi país el flamenco era una música de borrachos y de taberna. Era una música muy despreciada.

“Y crecí con ese complejo, con ese miedo, porque cuando yo era un niño un guitarrista de flamenco no podía ser nadie desde el momento en que ni siquiera un bailaor podía ganar para comer. Desde entonces he tenido el miedo de que la gente se aburra en mis conciertos. Siempre temí que al sentarme yo a tocar la guitarra en un escenario, la gente se aburriera, se fuera y me dejara tocando solo”.

En cambio, el hijo de Lucía se sentaba con su guitarra. Y en ese instante todo es en presente: me viene la rabia, la velocidad, la técnica, el temperamento cuando toco. Porque yo no sé leer música.

El valor de la grabación del Concierto de Aranjuez crece también porque escuchamos en ella todas y cada una de las notas que su autor, el compositor ciego Joaquín Rodrigo (1901-1999) puso en la partitura, sin verla, así como el ágrafo sin verla, sin leerla, fue estrictamente fiel a la letra, al signo, a los signos semafóricos, las indicaciones, toda mesura, todo fulgor. En ritmo.

El otro disco que elegimos para recordar y celebrar el genio del hijo de Lucía es doble y se titula sencillamente Antología. Es emblématico porque reúne arte, ciencia, artesanado.

En ese disco está todo y resulta claro, al rescucharlo, que Paco de Lucía dotó a la guitarra de la nobleza de sonido de un piano Steinway, o de un violín Stradivarius, o el clamor de una orquesta sinfónica, la mejor del mundo, o el canto de un ave en un jardín, del crepitar del fuego, del susurro de un hada, del beso de una ninfa, del apareo de la grulla, del ronronear de la abeja, del zumbido inaudible del relámpago, del silencio estruendoso del trueno. De la alegría.

Cuando suena la guitarra de Paco de Lucía el mundo obtiene un caudal nuevo de luz y de alegría.

He ahí a un clásico.

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