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Guatemala El acceso de las Vanessa Sosa Por distintas causas, en América Latina existen menos probabilidades de que las mujeres sean propietarias de la tierra. Guatemala no es la excepción. Desde la invasión española en 1524 se arrebató la tierra a los pueblos originarios; se establecieron los mecanismos de explotación y dominación que facilitaron la concentración de tierra en pocas manos, principalmente de los conquistadores y posteriormente de sus descendientes, lo que dio origen a una estructura agraria cimentada en una relación de poder y discriminación de conquistadores a conquistados, y a la explotación de la fuerza de trabajo indígena por medio de la encomienda y el repartimiento para trabajar las grandes haciendas de los encomenderos. Con la Reforma Liberal de 1871 se produjo el segundo gran despojo a las comunidades indígenas de la mayor cantidad de las tierras que habían logrado retener por medio de cesiones de la Corona, y se configuró así el sistema finca sustentado en la dicotomía minifundio-latifundio. En 1952, en el marco de la Revolución de Octubre (1944-1954), se aprobó el Decreto 900, Ley de Reforma Agraria, que fue la base de la reforma agraria impulsada en esos años. El Decreto 900 fue derogado en 1954 luego del derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz y del triunfo de la contrarrevolución, pero ha sido base de legislaciones siguientes que han establecido que los beneficiarios principales de la distribución estatal de tierras sean hombres jefes de hogar. Actualmente, el Fondo de Tierras (Fontierras) -creado en 1999 como resultado de los Acuerdos de Paz y en el marco de la Ley de Fondo de Tierras- retoma el término “jefe de familia” para la adjudicación de tierras, y a las mujeres les deja como única opción para el acceso a la tierra el derecho de copropiedad. Pese al Fontierras, la estructura agraria guatemalteca sigue siendo muy desigual: el dos por ciento de los propietarios ocupa el 56.5 por ciento de la tierra cultivable, mientras el 87 por ciento posee sólo el 16.3 por ciento. Según los datos de Fontierras, para el 2010 habían ingresado a la institución al menos medio millón de solicitudes de tierra, lo que representa alrededor de un 19 por ciento de demanda real de ese recurso (considerando que en el país había ese año dos millones 600 mi familias). La demanda es alta porque acceder a la tierra puede significar dejar de ser mozo-colono; sembrar y cosechar alimentos para el sustento propio y el de la familia; elegir entre permanecer o migrar, y acceder a programas de gobierno, a créditos o a otros activos productivos. Es decir, el acceso a la tierra significa la oportunidad de decidir sobre situaciones vitales como la alimentación, la migración y la preservación del núcleo familiar, así como convertirse en sujetos de atención estatal, entre otras cosas. El Fontierras revela que del total de créditos otorgados entre 1998 y 2011 por medio del Programa de Acceso a la Tierra, alrededor de 11 por ciento fue para mujeres viudas o madres solteras, y en el caso de las tierras regularizadas de 2004 en adelante, 52 por ciento corresponde a hombres y 48 por ciento a mujeres, sin especificar si las beneficiarias son jefas de familia, madres solteras o viudas. Respecto de este último punto, aunque la estadística da la impresión de paridad, es difícil saber cuánta de la tierra regularizada se encuentra realmente en manos de mujeres. Para muchas mujeres, el acceso a la tierra (ser inscritas en el Registro de la Propiedad) representa el reconocimiento jurídico de un derecho ganado en la práctica, pues ellas participan o se hacen cargo de muchas labores de cultivo en tierras inscritas a favor de un hombre. El derecho de propiedad también puede propiciar un cambio en las relaciones de poder, ya que aunque no sea el único elemento, es uno de los más importantes en muchas comunidades para participar en los órganos comunitarios donde se toman las decisiones. Hoy, la modalidad de entrega estatal de tierras en copropiedad permite, en el caso de las mujeres, la inscripción de tierras a su nombre únicamente si son madres solteras, viudas o jefas de familia y sólo si la solicitud es incluida en una solicitud comunitaria. Es decir, las mujeres no pueden solicitar tierra por derecho propio. Las limitantes que implica la copropiedad para las mujeres y su preocupación por la alimentación, entre otras cosas, las ha conducido a demandar el derecho individual a la tierra y no cómo dependientes de un jefe de familia. Resultado de las luchas de las mujeres por el empoderamiento –que incluye múltiples aspectos y demandas- es la creación en 2012 de la Articulación de Mujeres Tejiendo Fuerzas para el Buen Vivir que el 16 de octubre de 2013 presentó un Pronunciamiento Político del que sobresale la demanda de: “una política pública de acceso a la tierra para mujeres campesinas e indígenas de los cuatro pueblos que tenga como función atender verdaderamente nuestra demanda para lograr la soberanía alimentaria (…)” (Articulación, 2013). Así, se colocan en el centro del debate sobre la cuestión agraria las desigualdades de género y las aspiraciones de las mujeres rurales guatemaltecas respecto al derecho de acceso a la tierra de forma individual. La Articulación de Mujeres mencionada se integra por más de 50 agrupaciones y organizaciones de mujeres y está presente en seis regiones de Guatemala. Guatemala Cuerpos en guerra: Anelí Villa Avendaño Estudiante de la Maestría en Estudios Latinoamericanos, FFyL, UNAM Entre 1960 y 1996 Guatemala vivió una de las guerras no declaradas más atroces de Latinoamérica. Comenzó como una insurrección armada, que buscaba la transformación de las terribles condiciones de vida en que se encontraba la mayoría de la población, y fue respondida por el Estado militar con una violencia desmedida; se cometió genocidio en contra de los pueblos indígenas del país, en especial del grupo maya ixil, según dictó la sentencia del Tribunal Primero de Sentencia Penal, Narcoactividad y Delitos contra el Ambiente, emitida el 10 de mayo de 2013. Cabe decir que la sentencia fue anulada por la Corte de Constitucionalidad, sin embargo se reconoce su veracidad derivada de las pruebas documentales y los testimonios vertidos en el juicio. Dentro de los ixiles, las mujeres fueron el grupo más castigado y al mismo tiempo ha sido el más invisibilizado. A ellas no sólo se les perseguía, se les desaparecía y se les asesinaba, sino que además se les violaba y torturaba, y en una demostración de total odio y desprecio por la vida, a las mujeres embarazadas les arrancaban de un cuchillazo el feto que llevaban en el vientre. Es claro que la violencia contra las mujeres no se inauguró con el conflicto, existía mucho antes, pues, igual que en la mayoría de las sociedades, en la guatemalteca reina la desigualdad. Las ixiles tenían que cargar desde siempre con una triple marginalidad por ser mujeres, indígenas y pobres en una sociedad racista, clasista y misógina. La guerra fue un espacio para llevar esta intención de dominio al máximo; se agudizó la violencia contra ellas y se les sometió a las más terribles humillaciones, ocupando su cuerpo como quien ocupa un territorio enemigo. Así, las mujeres eran violadas para castigarlas por encubrir a los guerrilleros o por formar parte de las bases de apoyo. Los soldados entraban a sus casas, las amedrentaban, las violaban y las dejaban hundidas en el terror. A otras, incluidas muchas niñas, les realizaron tumultuarias violaciones en público como parte de unos bacanales del horror que culminaban con masacres de poblaciones enteras. Otras más fueron sometidas a la esclavitud sexual y doméstica, obligadas a servir a los militares dentro de los cuarteles. Es necesario decir que estas acciones no fueron hechos aislados ni el resultado de excesos cometidos por los soldados, sino que eran parte de una estrategia sistemática de guerra que buscaba deshumanizar por completo a las mujeres, reducirlas a objetos o animales que nada valían y someterlas así al silencio. Hacerlas callar de una vez y para siempre, robarles la voz para impedir que siguieran denunciando los horrores e injusticias que sus ojos atestiguaban. El silenciamiento se veía reforzado por el contexto patriarcal de sus comunidades, que las culpabilizaba a ellas por haberse dejado violar o por haber servido a los enemigos, reduciéndolas también a un mero territorio de disputa en una guerra. En este contexto de opresión resulta admirable la valentía con que estas mujeres se atrevieron a dar su testimonio durante el juicio contra el genocida Efraín Ríos Montt; relataron el horror vivido y devolvieron así la culpabilidad a quien le pertenece. Podríamos preguntarnos –como tantos han hecho- por qué esta necesidad de hablar del terror y de las atrocidades, y la respuesta es clara: porque esto que narramos sucedió y por más horrible que sea, no podemos simplemente cerrar los ojos y voltear la cara hacia otro lado o argumentar que lo pasado quedó atrás y que la vida sigue para adelante, porque una sociedad que no mira su historia está condenada a repetirla. Es necesario hablar de lo sucedido para no naturalizar el dolor, para no normalizar la violación como parte de la vida de las mujeres. El propósito no es revictimizarse, sino todo lo contrario, es reconocer en las cicatrices la fuerza que tuvieron estas mujeres ante un escenario atroz, la fuerza que entonces les hizo sobrevivir y que ahora no puede sino ser un canto a la resistencia, porque están vivas y porque hoy esa fuerza les ha permitido instituirse como líderes en sus comunidades. Las mujeres ixiles no deben pasar a la historia de esta guerra sólo como las víctimas de un conflicto. Si la saña fue tanta, si el horror fue tanto, fue porque en ellas estaba el germen de una revolución mayor, porque ellas eran sujetas revolucionarias, sujetas de transformación y por tanto resultaban profundamente subversivas para el sistema. Eran mujeres que con todas sus condiciones de opresión tomaron la decisión de decir basta a la dominación, de enfrentarse con la estigmatización dentro de sus propias comunidades y de sus familias, de defender su papel frente a los compañeros de lucha. Mujeres que decidieron desafiar al poder con dignidad y valentía, así deben ser recordadas y reivindicadas con la cabeza en alto.
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