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Hidalgo La mujer que curaba con los sueños Milton Gabriel Hernández García ENAH-INAH Entre los pueblos indígenas de México los sueños tienen un papel fundamental en la reproducción sociocultural, pues inciden en el tratamiento del dolor o el sufrimiento, en el manejo de las calamidades colectivas, en el acceso al poder, y además, como mecanismo de control social. Por otro lado, el mundo de los ancestros reviste una importancia central en el mundo de los vivos, pues ellos inciden en la salud individual y colectiva y en el curso de los acontecimientos comunitarios. En ese contexto, podemos entender el papel de los especialistas rituales, como doña Josefina, que en el noroeste del Valle del Mezquital desarrolló durante varias décadas un papel central como intermediaria entre el mundo de los ancestros y nuestro mundo. Aunque la gente de la región la identificaba como curandera tradicional, Josefina se definía a sí misma como una “sabia de sueños”, pues ella podía establecer contacto, por medio de complejos dispositivos oníricos, con los ancestros, quienes al “ser olvidados” por su descendencia, expresaban su enojo provocando enfermedades en ellos o calamidades al interior de la comunidad. Es decir, entre los otomíes de la comunidad de Gandhó y sus alrededores, ha sido necesario mantener una adecuada relación de reciprocidad con los difuntos para asegurar la salud individual y colectiva, y en caso de ruptura o conflicto con ellos, sólo Josefina podía en sus últimos 40 años de vida resolver la tensión y conjurar el caos, por medio de su saber y del don adquirido. A pesar de que en los últimos años se volvió más marginal su actividad respecto a otro tipo de especialistas rituales, como los adeptos al Espiritualismo Trinitario Mariano o frente a la acción del Estado por la vía de los centros comunitarios de salud, su reconocimiento ha trascendido fronteras estatales, pues desde numerosas comunidades del semidesierto queretano y del Estado de México solían llegar personas para ser atendidas por ella. Además de sus funciones terapéuticas, se le reconocía su facultad para incidir en el clima, pues cuando iba a granizar o a caer una tormenta que podía afectar los cultivos, los pobladores de Gandhó le solicitaban que utilizara su “don” para revertir el fenómeno. En consecuencia, ella trazaba en el suelo una cruz delineada con granos de maíz y entonaba canciones y oraciones a los “cuatro vientos” con la solicitud de que el “mal tiempo” se desviara hacia otras latitudes: “Les tiro los maicitos en cruz pa’ que lo paren y mejor que se va a otro lado donde no hay nada pa’ que no lo moleste; allí hay puro nopalito, ése no lo molesta pero la calabaza y la planta delicada, ése sí lo molesta. Lo tiro asina y si hay romero del que hay en la misa o de la reliquia de las capillas y con eso ya se para el granizo”. Junto con el maíz, utilizaba los tenamaxtles, que son las piedras que sostienen al comal en el fogón, colocándolos en el patio de su casa. Ella señalaba que “como los tenamaxtles han estado sufriendo mucho porque siempre están en la lumbre, ellos saben lo que es sufrir, por eso no quieren que las personas tengan hambre si se pierde el maíz. El tenamaxtle lo uso pa’ que lo pare el granizo, lo ayuda con el maíz pa’ que ya no caiga mucho”. Con la ayuda de San Antonio lograba encontrar personas u objetos perdidos. Después de meter al santo “boca abajo” en una caja de zapatos, colocaba encima de la imagen un ramo de flores rojas llamadas “bolas de fuego” y después lo apretaba con ropa. Durante la noche, mientras dormía, Josefina viajaba oníricamente hasta encontrarse con él. Durante el sueño, San Antonio le indicaba en dónde se encontraba el objeto o la persona extraviada. Era frecuente que cuando una persona había dejado de tener información de un familiar que hubiese migrado, sobre todo a Estados Unidos, acudía con doña Josefina para que le ayudara a ubicar su paradero. Una vez que el familiar había sido encontrado, la persona debía regresar con doña Josefina para poner alguna ofrenda a la imagen del santo, como una muestra de agradecimiento y reciprocidad. Si esto no ocurría, el santo regañaría a la “sabia de sueños” haciéndola tener pesadillas. De hecho, algunos santos llegaron a reprender a Josefina cuando realizaba actividades que pudiesen poner en riesgo su capacidad onírica. Una noche, Santiago Apóstol la regañó por consumir bebidas embriagantes: “Ese santo un tiempo me dijo que no me ande yo emborrachando, ‘porque asina no vas a decir lo que quieren los difuntitos; no vas a tomar ni pulque ni cerveza’, me dijo. ‘Pues si es lo único que tomo, si es lo único que me gusta tomar’, le dije. Pero me regañó y me pidió que tomara agüita con azúcar y ya mejor le hice caso”. La actividad de esta especialista ritual, al ser consecuencia de un “don” otorgado por una entidad metahumana, en este caso, la Virgen de Guadalupe, no necesitaba otro tipo de legitimación. La fuente de su “don” y el saber que posee estaban garantizados por el rito iniciático expresado en la muerte y el renacimiento ritual. Se suele pensar que las funciones propiciatorias o terapéuticas de una comunidad indígena son una prerrogativa masculina, sin embargo, ejemplos como el de doña Josefina nos muestran que desde la cosmovisión indígena, las mujeres han jugado un papel central en la reproducción social y cosmológica. La asimilación asimétrica de las comunidades indígenas a la llamada “sociedad nacional”, así como la acción del Estado, entre otros factores, han erosionado estas prácticas culturales. Josefina murió hace tres años y con su muerte se ha dado fin a este trabajo ritual, político y cosmológico, pues ninguna otra mujer ha recibido el don, y como dice don Cirenio, un rezador de la región, “la gente ya no quiere creer en lo que decían nuestros abuelos”.
Aguascalientes Mujeres rurales en las ladrilleras
Chuy Tinoco Puro cuento: Leticia sale al mediodía, bajo los 32 grados del semidesierto de Aguascalientes, con una cubeta en la mano derecha y en la izquierda un cuchillo de navaja afilada que resplandece bajo los rayos del monte. Esta mañana volvió de la quema de ladrillos. Como cada lunes, se presentó a eso de las diez de la noche en el horno; encendió junto a otras y otros de la comunidad el boquete de fuego para cocer tabiques; fueron llenando poco a poco el horno con leña y estiércol de vaca, y luego los hombres cargaron el barro crudo, acomodándolo minuciosamente en ese cuarto de cuatro por cuatro metros, mientras ellas, las mujeres, quedaban envueltas en el humo de la lumbre arreciado por los primeros chasquidos del horno. No fue sino hasta las once de la mañana que Leticia pudo volver a casa, angustiada pues durante la madrugada a Juan, su hijo, que también trabajaba en el horno, se le cayó en la espalda una estructura improvisada de tablas ardiendo que le abrió la cabeza. El patrón le dijo que tuviera más cuidado porque la quema de tabique podría afectarse sin esos soportes de madera. Para el mediodía ella corría rumbo al monte, iba a cortar corazones de nopal, nopales tiernos que crecen silvestres; con ese trabajo, sólo alcanzaba esa comida. De vuelta a casa los puso a hervir con un poco de cebolla y algunas hierbas de olor. ¿Las tortillas? Son un lujo porque aquí no hay maíz aunque hay mucho campo. Los cuidados de Juan llegaban sólo a unos trapos calientes zambullidos en una olla vieja y tiznada que hierve en el fogón; Lety los exprime y se los coloca a Juan en la cabeza, se los va cambiando cada tanto; ahora Juan tampoco podrá ir a la obra, otra semana sin pesos. El quehacer de la casa, aunque sólo hay dos cuartos que contienen la cocina, no es poco: la tierra y el viento se cuelan cada cinco minutos, hay que limpiar por donde pasan las gallinas, acomodar las plantas, lavar trastes y acarrear el agua desde unos 500 metros donde hay una toma para toda la comunidad. El turno de lavar ropa llega por la noche, cuando el sol ha bajado y el viento se calma; entonces la labor es tolerable. La jornada para Leticia inicia a las cinco de la mañana, el sol apenas se intuye en el anochecer con el rocío de la madrugada, sólo el desierto es así, de 42 grados a dos grados. Esta vez no hay horno para ella, lo que le espera son hileras, cientos de moldes vacíos en forma cuadrada para los ladrillos, llenar uno por uno, revisar la mezcla, humedecer el barro cargando botes de 20 litros de agua cada uno, todo bajo el sol de la mañana y del mediodía, las horas más calurosas, cuando el vaho se desprende de la tierra y parece que le sale fuego. Entonces es cuando siente que se desmaya, esa maldita diabetes la está matando, no hay dinero para la medicina que le recetó el doctor. Lety sabe que desde hace ya tiempo su cuerpo no es el mismo de antes. Tiene 42 años de edad, pero siente que carga siglos. Esta vez su cuerpo se colapsa, pero no queda otra más que ayudarle a Juan en su trabajo porque después de todo esos 500 pesos a la semana son su única forma de sustento. Datos reales: La comunidad de Los Arellano, en el municipio de Aguascalientes, tiene 11 ladrilleras, estos negocios permanecen fuera de cualquier control institucional de los distintos órdenes de gobierno, ya sea por quienes se encargan de vigilar el medio ambiente, el trabajo o el ordenamiento territorial. Las ladrilleras son extensiones amplias de terrenos alejados de la ciudad y de las propias comunidades rurales, clavados en el monte, donde realizan la quema de ladrillo en las condiciones más insalubres y contaminando el aire y el agua principalmente. Instalados sólo a unos metros de asentamientos humanos, estos lugares son la única fuente de trabajo para familias que viven en un estado agudo de pobreza, y que además tienen que respirar todo el humo de la quema de ladrillos, y beber, bañarse y lavar con el agua contaminada que corre por estas zonas. Para las mujeres de Los Arellano y de otras ladrilleras aledañas que se han anclado en Aguascalientes, no hay paga por su trabajo: el trabajo de mujeres adultas así como el de niñas es gratuito, es tomado sólo como la ayuda al esposo o al hijo, que recibe en promedio 500 pesos por semana, dependiendo del número de mujeres que el trabajador lleve para ayudar; si él no lleva mujeres, entonces el sueldo es sólo de 300 pesos por semana. Ninguna prestación social ni reconocimiento de trabajo tienen las mujeres, que laboran más de ocho y hasta 12 horas en las ladrilleras. La otra mitad del día ellas dedican su tiempo al trabajo en casa, el cuidado de hijas e hijos y la atención al esposo. Por ninguno de estos trabajos reciben un solo peso. Este es el rezago de un rostro mexicano, un rostro lleno de distintos nombres, vidas e historias de mujeres invisibles para el Estado, pese a que el trabajo que realizan representa grandes ganancias para las empresas constructoras y los pequeños empresarios de la obra. Muchos de los grandes fraccionamientos levantados con miles de ladrillos llevan impreso el rostro empobrecido y explotado de cientos de mujeres rurales.
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