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La mamá del mexicano “El género es la organización social de la diferencia entre los sexos”, ha dicho Joan Wallach Scott. Pero sucede que en el tránsito de biología a cultura la puerca tuerce el rabo y a la postre diferencia deviene jerarquía y ésta dominación. Las relaciones de género se convierten entonces en relaciones de poder. Esto vale para las sociedades occidentales pero también para las mesoamericanas anteriores a la conquista, donde el trato entre entre hombres y mujeres era muy disparejo. Así la falta de equidad de género tiene entre nosotros una abismal profundidad histórica pues transita sin cambios sustantivos por muy diversos órdenes sociales. Hoy, cuando se usa mucho reivindicar las culturas ancestrales, es pertinente recordar que la Ley Revolucionaria con que hace 20 años las mujeres neozapatistas de Chiapas formularon sus reivindicaciones de género vale para las comunidades indígenas de ahora, pero también hubiera aplicado en las de antaño, donde a las mujeres no les iba mejor. De esto entre otras cosas se ocupa la Relación de las cosas de Yucatán,escrita por Fray Diego de Landa a mediados del siglo XVI. De las mujeres mayas dice el texto que “son grandes trabajadoras y vividoras porque de ellas cuelgan los mayores y más trabajos de la sustentación de sus casas y educación de sus hijos y paga de sus tributos. Y con todo eso, si es menester, llevan algunas veces mayor carga labrando y sembrando sus mantenimientos. Crían aves para vender y para comer. Crían pájaros para su recreación y para las plumas para hacer sus ropas galanas. Y crían otros animales domésticos (…) yendo a los mercados a comprar y vender sus cosillas. Tienen costumbre de ayudarse unas a otras en hilar (y en esos trabajos) tienen siempre sus chistes de mofar y contar nuevas, y, a ratos, un poco de murmuración. Son muy devotas y santeras (…) teniendo ellas por oficio hacer las ofrendas de comidas y bebidas que en las fiestas de los indios ofrecían. Son muy fecundas y tempranas en el parir y grandes criaderas. Son a maravilla granjeras velando de noche el rato que de servir sus casas les queda”. Parir, criar, alimentar, vestir, educar, y aun velar el rato que les queda… Cuidar de la casa, atender a la familia, servir a los dioses y a quienes los festejan… Pero también tejer, trabajar la huerta, cebar a los animales de traspatio y participar en las labores de la milpa. Además de mercadear y ocuparse del pago de los tributos. Ciertamente “de ellas cuelgan los mayores y más trabajos”. Y pudiera pensarse que, puesto que llevan “la mayor carga”, tendrán también el respeto y reconocimiento que merecen. Pero no; la reverencia y pleitesía es de ellas para ellos: “Acostumbran a volver las espaldas a los hombres, cuando los topan en alguna parte, y hacerles lugar para que pasen y lo mismo cuando les dan de beber hasta que acaban de beber”. En cuanto a la sexualidad las mujeres deben ser púdicas, recatadas, pasivas… “Tienen por gran fealdad mirar a los hombres y reírseles…”. Las madres son las encargadas que inculcar a sus hijas esos chipotudos roles de género. Y lo hacen de mala manera: “Si las ven alzar los ojos ante los hombres las riñen mucho y se los untan con chile que es grave dolor, y si no son honestas las aporrean y untan con chile por castigo y afrenta”. El rol de la mujer: el lugar del que no se debe salir si no quiere que la enchilen y aporreen, aparece también en los mitos. La segunda parte del Popol Vuh narra las aventuras de dos jóvenes semidioses Hunahpú e Ixcbalanqué. Como era de suponer, los protagonistas son varones, mientras que las mujeres que aparecen en la saga, su madre y abuela, son personajes marginales. En especial la historia de la madre es arquetípica. Después de sacrificarlo, los señores de Xibalbá habían injertado la cabeza de Hun Hunahpú en un árbol, desde donde el futuro padre de los protagonistas insemina de un escupitajo a la desprevenida Ixquic, que iba pasando. Y ahí empiezan las desgracias de ella. Al saberla embarazada –por cierto de gemelos- su padre entra en cólera: “Positivamente eres una puta”. E instruye a sus servidores: “Llevadla a sacrificar y traedme el corazón dentro de una jícara”. Por suerte éstos incumplen la orden de matar a Ixquic que, rechazada por su padre, se apersona con la madre de Hun Hunahpú, para informarle de que pronto nacerán sus nietos. “¡Eres una puta!”, le dice la vieja, “no quiero que seas mi nuera porque lo que llevas en el vientre es fruto de tu deshonestidad”. La suegra no la manda matar sino que le exige una prueba de que realmente es su nuera: ir a la milpa y traer una carga de mazorcas. En la siembra no hay más que una planta seca, pero los dioses ayudan a Ixquic llenando de maíz su red que, con ayuda de los animales del bosque, acarrea a la casa de la desconfiada suegra. Y así, habiendo probado que es capaz de “traer la comida para los que hay que alimentar”, Ixquic es reconocida como legítima madre de Ixbalanqué y Hunahpú… sin que por ello le retiren formalmente el baldón de puta. Al establecer una simetría entre parir y alimentar y entre la fertilidad de la milpa y la fertilidad del vientre, Ixquic –la mujer en el mito- es colocada en el lugar de la paridora, la criadora, la madre. Una mujer-madre cuya honestidad, además, siempre está en duda. Y es que el sorpresivo salivazo seminal del árbol-Hun Hunahpú volvió a Ixquic puta sin deberla ni tenerla… y ¿qué mujer es inmune a los salivazos inesperados, indeseados, forzados…? Las mujeres pueden redimirse de su pecado original, pero sólo si traen al mundo héroes culturales como los del Popol Vuh. Y la idea persistió por siglos: “¡A parir, madres latinas!”, cantaban los guevaristas de los 60’s y 70’s, instruyendo a las ñoras del continente a ser mamás de futuros guerrilleros. La idea de que los de por acá somos hijos de Ixquic, somos hijos de la chingada, ha llegado hasta nuestros días por medio de las disquisiciones de Octavio Paz en El laberinto de la soledad. “Si la Chingada es una representación de la Madre violada –escribe el poeta- no me parece forzado, asociarla a la Conquista, que fue también una violación”.De modo que los mexicanos somos hijos de la Malinche, hijos de la chingada por antonomasia. Pese al cuestionable esencialismo implícito en la pretensión de definirnos ontológicamente, don Octavio dice cosas ingeniosas si no sobre “el mexicano” sí sobre su reflejo estereotipado en la cultura popular y por lo tanto en el imaginario colectivo. El mexicano paziano que no le teme a la muerte, que se oculta tras una máscara, que nunca se raja, que se sabe hijo de la chingada es un caricaturesco retrato del macho nacional y en cierto modo una crítica del machismo de por acá. El problema radica en que el machismo no está únicamente en el tema de algunos ensayos de El laberinto… está también en la escritura y el punto de vista del autor. Algunos de los ensayos del célebre libro de Paz son en sí mismos textos machistas y lo son porque el “nosotros” desde el que habla el poeta es invariablemente un “nosotros” con género, un “nosotros” con harta testosterona. Cuando de reflexiones ontológicas se trata, uno podría suponer que el “nosotros” es genéricamente incluyente, es siempre un “nosotr@s”, de modo que en este caso el ser nacional que el poeta busca dilucidar es el de los mexicanos y las mexicanas. Pero no. Al autor de El arco y la lira lo que le interesa esclarecer es la identidad de los mexicanos varones como él. Así en sus disquisiciones la mexicana aparece sólo de refilón como la amante o la esposa del mexicano y sobre todo como la madre del mexicano: como su chingada madre. El “nosotros” de Paz es tan enfáticamente masculino como el de las revistas pornográficas para caballeros: “De ahí que nuestras relaciones eróticas estén viciadas de origen, manchadas en su raíz –escribe-. Entre la mujer y nosotros se interpone un fantasma”.En El laberinto… el que escribe es un varón que se dirige a otros varones:“Para los mexicanos la mujer es un ser obscuro, secreto y pasivo”. Ellas son siempre “el otro”, o mejor “la otra”, a quien en el mejor de los casos sería conveniente interrogar: “habría que preguntarle a las mexicanas su opinión”. Hay que decir en su descargo que –quizá en compensación- Paz dedica a Sor Juana Las trampas de la fe, brillante encomio de una de las mujeres más chingonas de estos rumbos. El machismo ilustrado no es sólo de Paz, la ontología de los mexicanólogos del grupo El Hiperión es por lo general una ontología sexista. En Estudios de sicología del mexicano, de Rogelio Díaz Guerrero, por ejemplo, la mexicana aparece siempre como “la madre del mexicano”. Se me ocurre que para una mujer debe ser incómodo leer algunos de los ensayos de El laberinto… Textos donde un mexicano habla para otros mexicanos… y las mexicanas que se chinguen o que se busquen como la madre, la esposa o la amante de esos mexicanos varones que son para Paz sus lectores. Ixquic es una puta; la Malinche, una chingada. ¿Cuándo las mexicanas dejarán de ser representadas en los mitos y los ensayos ineludibles como las jodidas madres de los mexicanos?
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