arece que no hay manera de dejar las vísceras a un lado cuando se habla de los independentismos del País Vasco y de Cataluña, temas siempre calientes y que periódicamente pasan por puntos de ebullición, como le ocurre al segundo por estos días, cuando la clase política madrileña hace cuanto está en su mano para cerrar el paso a cualquier ejercicio democrático soberanista. Constitución en mano, ayer las fuerzas políticas mayoritarias aplastaron por amplia mayoría la propuesta de referendo del presidente catalán, Artur Mas, pero no está claro cuál de los factores queda más dañado en la colisión: si el independentismo o si la propia Constitución. Por lo pronto, tanto Alfredo Pérez Ruvalcaba, del PSOE, como Joan Coscubiela, de Izquierda Plural, advierten que la Carta Magna requiere de parches, según uno, o de un remplazo general, según el otro, lo que viene a ser una demostración rebuscada de que la independencia de Cataluña no es sólo un asunto de los catalanes, sino del conjunto de los, hoy por hoy, españoles.
El tema es visto como inédito –y, por lo tanto, un umbral hacia perspectivas inciertas y a territorios desconocidos– y eso añade dramatismo y carga pasional a un asunto que, si se mira bien, tiene una veintena de precedentes históricos en otros tantos países que hace más de 200 años se independizaron de España. Hay diferencias obvias, empezando por las de época, las de historia y las de ubicación territorial: es cierto que en aquellos tiempos las tierras catalanas no alimentaban anhelos separatistas, que su pertenencia al Estado español no es fruto de una invasión brutal, como lo fue la de los antiguos dominios americanos de la Corona, y que éstos contaron, en su momento, con la ventaja de tener al Atlántico de por medio.
Fuera de eso, los obstáculos legales a los que se enfrentaron los anhelos independentistas de los americanos fueron similares al laberinto constitucional en el que el gobierno y el congreso de Madrid han enredado al soberanismo catalán contemporáneo. Por ejemplo, entre los dos momentos principales de la guerra de independencia de México (el comienzo de 1810 y la consumación de 1821) se atravesó la conformación de las Cortes de Cádiz, en las cuales los representantes americanos fueron sistemáticamente ninguneados y minimizados por los diputados europeos y por los delegados de los peninsulares residentes en América. En La Pepa, la primera constitución adoptada por el reino, y redactada en Cádiz, no se recogió afán independentista alguno y los europeos tampoco quisieron conceder ninguna presencia política a cualquier cosa que sonara a federalismo: de esa manera, las relaciones entre ambas partes del Estado quedaron definidas en forma absoluta (La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios
, Artículo 1); la estructura del Estado quedó limitada a la conformación de provincias
, lo que favorecía notoriamente a los peninsulares y perjudicaba a los americanos, y la forma definitiva de institucionalidad fue relegada a una ley que habría de ser redactada cuando las circunstancias lo permitieran, es decir, una vez que España se quitara de encima a los invasores franceses.
Lo cierto es que la Declaración de Independencia de la América Septentrional (6 de noviembre de 1813), proclamada por el Congreso de Anáhuac no hace referencia ni buena ni mala a la Constitución de Cádiz; simplemente, declara rota para siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español
. Tampoco alegaron con las leyes y con las instituciones de la metrópoli las declaraciones de independencia adoptadas en 1811 en Venezuela y Nueva Granada, ni el estatuto emitido por el Segundo Triunvirato de las Provincias Unidas del Río de la Plata, ni la primera constitución de Paraguay (1813), ni ningún otro de los documentos de soberanía redactados en este hemisferio en esa década. Y por más que en 1820 Fernando fue obligado por Rafael de Riego a jurar fidelidad a La Pepa, ésta fue lisa y llanamente ignorada en los estatutos nacionales americanos establecidos entre ese año y 1825 (Guayaquil, Perú, Centroamérica, México, Bolivia).
Les guste o no a colonialistas y centralistas, y por más que ello cause escándalo entre los mismos partidarios del independentismo, el ejercicio efectivo del derecho a la autodeterminación es un acto unilateral que pasa, la mayoría de las veces, por el desconocimiento de la legalidad metropolitana. Desde luego, en el contexto contemporáneo no es necesario que catalanes y vascos deban recurrir a la violencia para lograr sus respectivas independencias.
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