e acuerdo que cuando en 1954 llegué por primera vez a Istambul, la legendaria Constantinopla, tuve la sensación de no haber salido de la ciudad de México y de recorrer incesantemente calles idénticas a las de un barrio popular, la Lagunilla.
Me acuerdo de Istambul, ciudad maravillosa.
Me acuerdo de haber recorrido varias callejuelas sucias y estrechas y de repente apareció ante mis ojos el Cuerno de Oro.
Me acuerdo que en el círculo de amigos de Joseph Conrad se decía que su mujer Jessie era gorda, mecanógrafa y cocinera. Sus memorias demuestran que era algo más.
Me acuerdo que me cuesta trabajo gozar plenamente de mis experiencias.
Me acuerdo que mientras contemplaba el Cuerno de Oro, me acordé de París, mi punto de partida, a pesar de que seguía contemplando desde un recodo de la ciudad el maravilloso Cuerno de Oro.
Me acuerdo que lloré desesperada. Quería seguir viendo el agua, los minaretes, el cielo azul.
Me acuerdo que, como por lo general sucede en los viajes, regresé en mi imaginación a París y luego en la realidad.
Me acuerdo que en el 2000 mi hija Renata me invitó a Istambul.
Me acuerdo que en ese último viaje compré un kilim y varios cojines de ese mismo material en un bazar donde también me dieron café turco.
Me acuerdo del retinol, dicen que es más efectivo para rejuvenecer la cara que una cirugía estética.
Me acuerdo de uno de mis más grandes defectos, exagerar mis grandes defectos.
Me acuerdo que a finales de 1954 llegué a Colonia con Paco López Cámara, nos alojamos en una pensión familiar, costaba cinco marcos, no tenía calefacción, pero sí una cama provista de un edredón relleno de plumas de ganso para combatir el frío.
Me acuerdo que mis padres transportaron desde Ucrania unos baúles muy grandes con edredones y colchones de plumas.
Me acuerdo de la catedral de Colonia ennegrecida, con los vitrales rotos y enormes huecos entre las nubes que dejaban pasar un cielo igualmente tenebroso por el invierno y la huella de las bombas.
Me acuerdo que por ser una niña judía nunca me trajeron regalos de Reyes.
Me acuerdo de El almohadón de plumas, cuento de vampiros de Horacio Quiroga.
Me acuerdo de una enorme recámara art decó donde dormían mis padres cuando era niña. En la cama había un colchón, unos cojines y un edredón de plumas.
Me acuerdo que toda la ropa de cama era blanca, bien almidonada y con bordados.
Me acuerdo que todos los sábados mi padre nos cortaba las uñas de los pies, caían muy orondas sobre el edredón.
Me acuerdo cómo lloré cuando vi Lo que el viento se llevó.
Me acuerdo de que me gustaban y aún me gustan los colibríes.
Me acuerdo que a Conrad no le gustaba Melville.
Me acuerdo de los colibríes, con las plumas de su cola componen canciones de amor.
Me acuerdo cuando tenía 18 años, viajé a Dallas con mi madre en épocas de intenso calor.
Me acuerdo que tanto Conrad como Sebald abominaban del imperialismo belga en el Congo.
Me acuerdo que Rimbaud traficaba con armas y quizá también con marfil mientras vivió en África.
Me acuerdo que en ese viaje admiré la elegancia de las mujeres de esa ciudad, con sus grandes sombreros, sus altos tacones y sus vestidos de algodón.
Me acuerdo mucho de Joseph Conrad, estuvo 20 años en la marina mercante y nunca aprendió a nadar.
Me acuerdo que en 1990 volví a Berlín: quedaban algunos tramos del muro; en dos ocasiones lo había atravesado salvando obstáculos; de súbito, el metro se cortaba en ese recorrido, ahora restablecido en su trazado natural.
Me acuerdo que en 1990 los edificios de Berlín oriental ostentaban aún el impacto de la metralla y los edificios eran inhóspitos y lóbregos, en espera de un próximo esplendor neoliberal.
Me acuerdo que es curioso: Conrad repudió a uno de sus amigos por ser homosexual y le pareció natural que su hijo se acostara con quien había sido su amante.
Me acuerdo de Conrad anunciándole triunfante a su esposa Jessie: Lena murió a las 7:05 de esta noche. Hablaba de uno de los personajes de su novela Victory.
Twitter: @margo_glantz