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Costa Rica: el cambio obligado
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l candidato opositor Luis Guillermo Solís triunfó ayer en la segunda vuelta de la elección presidencial, realizada en Costa Rica, con el telón de fondo del retiro de su contricante oficialista, Johnny Araya, del aún gobernante Partido Liberación Nacional (PLN), quien, ante la derrota que le auguraban todas las encuestas, abandonó la contienda desde principios del mes pasado.

La decisión de Araya, contraria a los principios más elementales del espíritu democrático, tiene un deplorable precedente en América Latina: en mayo de 2003 el ex presidente argentino Carlos Menem –operador de los intereses transnacionales durante los 10 años que duró su mandato– renunció a la candidatura cuando faltaban cuatro días para la segunda vuelta de unos comicios que ganó en solitario Néstor Kirchner, quien le llevaba 45 puntos de ventaja en los sondeos de opinión. De esa manera, según la legislación electoral entonces vigente en el país sudamericano, se canceló la segunda ronda y Kirchner fue proclamado presidente electo únicamente con base en los sufragios que había obtenido en la primera (22 por ciento), lo que lo colocó en una situación política precaria al arrancar su mandato.

Aunque a diferencia de aquella ocasión, en Costa Rica se realizó, pese a todo, la consulta electoral, los motivos de Araya para suspender su campaña –no pudo renunciar a la candidatura porque ésta, según la ley costarricense, es irrenunciable– son muy semejantes a los de Menem: buscar que el rival empiece un gobierno débil y sembrar en su triunfo elementos para cuestionamientos posteriores. Pero, si bien el retiro de Araya apuntó a perjudicar políticamente a Solís, el daño principal fue para la institucionalidad democrática, pues indujo o buscó inducir una significativa merma de la asistencia de los votantes a las urnas, toda vez que en éstas ya no había nada que decidir. En tal circunstancia, el aspirante puntero debió redirigir su campaña no a contrastar sus propuestas con las de Araya, sino a convencer a la ciudadanía de ejercer el sufragio.

En todo caso, el triunfo previsible de Solís, postulado por el centrista Partido Acción Ciudadana (PAC), rompe con décadas de una escena política dominada por el PLN (socialdemócrata en sus orígenes) y por el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC, de tendencia democristiana), en un modelo bipartidista bajo el cual se ha implantado en el país el neoliberalismo y han florecido la corrupción y la creciente descomposición institucional.

Por añadidura, el gobierno saliente que encabeza Laura Chinchilla llega a su fin con una impopularidad sin precedentes, un déficit fiscal de 6 por ciento, una deuda interna equivalente a 60 por ciento del PIB y un crecimiento escandaloso de la desigualdad.

En tal circunstancia, el virtual presidente electo, quien ofreció cambiar el manejo económico, superar el recetario neoliberal y alentar una recuperación de la economía basada en la equidad social, tendrá ante sí el compromiso ineludible de imprimir al gobierno un giro definido y un deslinde claro con respectoa sus antecesores, no sólo en lo económico, sino también en la promoción de estilos de gobierno apegados a la ética.

Su tarea no será fácil: el PAC cuenta sólo con 13 de los 57 asientos en el legislativo unicameral del país, en tanto las derechas que han controlado el escenario político mantienen ‘ abrumadora mayoría en el Legislativo, y el conjunto de la clase política aparece hoy en día cohesionado por acuerdos de encubrimiento mutuo e impunidad.

Cabe esperar que pese a los factores de dificultad mencionados, el PAC logre sacar a la institucionalidad costarricense del punto muerto de descrédito y descomposición en el que hoy se encuentra y que el espíritu republicano y democrático vuelva a imperar en el gobierno de esa nación hermana.