na reciente encuesta presentada por Mitofsky deja ver que los delitos cuyo aumento genera más temor son el secuestro, los robos y los homicidios, en este orden. En otros medios se ha señalado que la mayor parte de los secuestros se dan entre la clase media y se ha informado que en ocasiones, aunque los parientes o los amigos paguen, los secuestrados son asesinados.
¿El tema tiene que ver con el narcotráfico o pertenece a otro esquema de interpretación? Una hipótesis, que me parece más probable, es que, ante la impunidad existente, mucha gente ha encontrado en el secuestro y el robo un modus vivendi, una forma de ganar dinero rápido y con riesgo mínimo. Se ha dado el caso en que el secuestrado ha sido guardado
en la cajuela de un coche, ya que los autores del delito no han contado con una casa para esconderlo. Esto permite pensar que se trata de secuestradores improvisados y posiblemente pobres, más que de mafias dedicadas profesionalmente
a este y otros delitos.
Lo que salta a la vista es que el gobierno no puede y que, entre más descabezan grupos organizados de bandidos, más proliferan otros que, al parecer, nadie controla y hacen lo que es más fácil: secuestrar o robar al que va pasando o está descuidado, y tratar de ganar dinero con sus acciones. Y, por cierto, no mucho dinero, pues a veces los malhechores se conforman con 30 o 50 mil pesos, es decir, lo que calculan que puede pagar la familia de un vendedor de tacos o la familia de un estudiante de escasos recursos. Por lo que he leído, parece que hasta se acepta el regateo.
Este tipo de delitos no tienen nada que ver con la producción y comercio de droga. Son, como dirían los comerciantes, dos giros distintos. El que vende droga está interesado en los drogadictos, en los jóvenes que potencialmente puedan ser sus clientes, en la trata de personas, sobre todo prostitutas (casi siempre convertidas en dependientes de diversas drogas para poder controlarlas), pero no en asaltos a casas y personas ni en secuestros exprés de poca monta. Los que roban autos normalmente buscan marcas baratas y austeras, cuyas partes pueden vender en sitios bien conocidos, desmantelados. Sólo las mafias internacionales roban carros llamados premium, que exportan
al extranjero, donde son más difíciles de localizar. Los autos de lujo no se pueden vender por partes, pues el mercado de éstas sería muy reducido, si acaso existente, además de que suelen tener sistemas totalmente computarizados.
Drogas, prostitución, uso del suelo
y otros delitos de este tipo pertenecen a grupos organizados y poderosos, probablemente con vínculos en esferas oficiales donde les dan pitazos o se hacen de la vista gorda a cambio de dividendos. Los secuestros exprés, los asaltos a casas o a gente común y el robo de autos no muy caros (incluidas las camionetas) son de pandillitas (sobre todo de jóvenes de escasos recursos o marginados) que se aprovechan, más que de la impunidad (que también les interesa), de la falta de vigilancia que el Estado debería mantener en todos los barrios, calles y carreteras. Las estrategias para combatirlos, por lo mismo, no pueden ser iguales, aunque sean parecidas.
Hace muchos años llegó a la Procuraduría General de la República un abogado (jurista también) con fama de honestidad, y una de las primeras cosas que hizo fue despedir a policías judiciales sospechosos de tener nexos con la delincuencia. Error. En su lugar puso a policías que no sabían nada de malhechores, por lo que si había un robo de auto ninguno sabía dónde buscar a los posibles ladrones ni los autos robados. Pronto se supo, pero parece haberse olvidado, que la cuestión no era ni es cambiar a los policías, ahora bajo pretexto de que no pasan las pruebas de confiabilidad, sino dejarlos en sus puestos y si no cumplen –como se espera de ellos– suspenderlos por un tiempo o, mejor, mandarlos unos meses a dirigir el tránsito bajo las inclemencias del clima. No se hace. Al despedir policías, dizque por corruptos, aumenta el número de delincuentes que, además de resentidos, saben usar armas y conocen los secretos
del gremio al que pertenecían. En algunos lugares se ha seguido esta estrategia y, obviamente, no ha dado buenos resultados. La prueba de esto es que se termina por usar militares, como si entre éstos no hubiera corrupción (como ya se ha probado en algunos casos). Las escaleras, como dijo el clásico, se barren de arriba abajo y no al revés. ¿Habrá en México, como en las películas gringas, una división de asuntos internos que investigue a los policías comunes y que eventualmente los sancione si no hacen bien su tarea?
Hasta en esto se percibe que nuestros gobiernos protegen al gran capital y no a los sectores medios y bajos de la sociedad. Los grandes burgueses no tienen problemas en materia de seguridad, son suficientemente ricos para pagarse la suya propia. Pero los ciudadanos comunes no podemos hacerlo. Necesitamos más policías y mejor entrenados (y armados) para que podamos andar o estar tranquilos diariamente. Se supone que, en general, son policías preventivos. ¿Qué previenen, si nunca están a la mano cuando alguien nos quiere secuestrar o robar?
El tema de la producción y trasiego de drogas debería ser secundario en las estrategias gubernamentales de seguridad, pues los principales afectados son los consumidores que, en su mayoría, viven en Estados Unidos. En cambio, todos los mexicanos estamos expuestos a ser secuestrados, robados y hasta asesinados si nos negamos a entregarles a los ladrones la cartera, el reloj o el automóvil.