ace unos días, en las vueltas de la conversación sobre el arte y la indumentaria de los jinetes mexicanos en la que se hablaba con nostalgia de la hechura de los buenos sarapes, recordé que ya desde 1543 se les reconocía a las mujeres de la meseta purépecha de Michoacán la habilidad y la maestría en el hilado del algodón y de la lana. Desde aquellos años, las mujeres de Santa Ana Zirosto se veían obligadas a producir “cada 80 días 12 cargas de mantas torcidas, que cada manta tenga cuatro piernas, y cada pierna dos brazas y cuarta en largo, y en ancho tres palmos, y cada carga 20 mantas…”
Tres siglos después, en 1841, gracias a la visita de un obispo, podemos saber que las mujeres de San Juan Parangaricutiro tienen por principal industria el hilado de algodón y lana para tejer colchas tan firmes e indelebles que concluyen en su color las manufacturas, siendo sus expendios no sólo en tejidos, sino también en madejones de hilo suelto
. En este trabajo llama la atención, además de la perfección, la violencia con que al tejer suben y bajan los hilos en distintas cantidades, de lo que resulta las figuras que en su mente se proponen pintar
.
Tan afamada confección de colchas la realizaban las mujeres, 50 años más tarde, en telares de cintura combinando los hilos de algodón que les traían los arrieros desde la Tierra Caliente con los de la lana que les abastecían sus vecinos pastores. En ocasiones utilizaban un hilo de una planta silvestre llamada huinare. En los tres casos, ellas mismas hilaban los madejones, sea a mano, sea en ruecas de madera de pino tierno que les fabricaban los hombres de la casa. Según nos cuenta un viajero de la época, noruego para más señas, las colchas son muy agradables “a no ser por los grotescos dibujos de animales y pájaros que sólo la fantasía de los indios es capaz de imaginar y sus manos de ejecutar… tienen una gruesa trama de algodón con entretejido de estambre de brillantes colores, formando variedad de dibujos representativos. Úsanlas mucho como frazadas o sarapes los indios mexicanos de las clases trabajadoras, quienes les practican a veces una abertura… por donde les pasan la cabeza cuando se los ponen como ponchos”.
Aun cuando hoy le mezclan a la trama acrilán por la facilidad con que se vende y que se teje, en otros tiempos los tintes de colores eran vegetales. Las mujeres los preparaban en sus cocinas aprovechando los matorrales y los parásitos en los árboles del bosque. El amarillo se preparaba con unas plantas que son como cuerditas que se dan en los árboles grandes. El nevado azul se obtenía de una flores de amapola de hoja ancha y tallo largo que crecía sobre los encinos. El café salía del cocimiento de unos hongos como pelotas que se daban en la madera podrida. El verde se obtenía de un arbusto de tallo suave combinado con muchas hojas que crecían en las barrancas. El añil silvestre lo trataban con la gente de la Tierra Caliente. De la semilla del árbol del inguambo se extrae un aceite notable por su aspecto color sangre, y las cortezas y hojas del mismo árbol dan también un color amarillo indeleble al algodón.
Para hilar la lana siempre se ha requerido, no sólo habilidad, sino maestría en el ritmo. El hilo se convierte en una extensión del hombro, de la mirada, del brazo, de la cadera, de los dedos. La lana cardada –que se separa para hacerla aún más delgada de lo que ya viene– se pone en la base del huso, se hace girar la rueca y se trenza en espiral hasta la punta. Entonces se vuelve a girar la rueca, que da vueltas al huso, para trenzar la lana cardada y hacerla pasar entre la yema de los dedos. Al extenderse la mano izquierda hasta el límite del brazo, se gira la rueca en sentido inverso para destrenzar la hebra de la punta del huso, donde se enrolla con un par de giros de la manivela de la rueca. Ese trenzado se hace con la mano izquierda estirada hacia el frente para poner la hebra a modo de enrollarla. De nuevo se pone la espiral en el huso y se vuelve a hilar. Una madeja nueva se le suma al extremo de la anterior para sacar una hebra del tamaño deseado. La tarea, tan difícil de explicar, se realiza con gracia mientras se conversa del tiempo, de las plantas y de los animales que crecen en el solar. Ese que es el lugar de todos los recuerdos. Desde allí se desgranan los acontecimientos y se tejen las historias. El solar que las llena de fuerza para enfrentar la sequía, la helada. El espacio de la intimidad compartida donde se sienten menos solas. El mismo solar que se cuida como un desafío que apunta al equilibrio del mundo.
Hoy, las mujeres de la meseta purépecha de Michoacán continúan contando el tiempo al ritmo de sus husos, uncidas por la trama. Son las hilanderas del universo. El mundo siempre ha pasado por la yema de sus dedos. Lo sigue haciendo. Ellas marcan así los giros del tiempo.
Twitter: @cesar_moheno