l cambio climático demuestra de manera pública e incontrovertible que el humano es hoy sujeto activo, y no mero síntoma u objeto, de la historia natural. Hoy, por primera vez, la historia natural es también un aspecto de la historia humana. Esto ha argumentado el historiador hindú Dipesh Chakrabarty.
Se trata de una idea que importa asimilar, porque afecta nuestra forma de valorar nuestros conflictos y aspiraciones. Concretamente, afecta el sentido de la palabra responsabilidad
–que no puede ya restringirse procurar la justicia al interior de cada generación, sino que se amplía a generaciones futuras, a través del cuidado de una naturaleza que ya depende de nosotros.
Así, el cambio climático anuncia la necesidad de elaborar una nueva ética, y de una nueva política. La competencia entre naciones no puede ser ya la justificación suprema de todo sacrificio: la gloria de la patria no es ya una razón convincente para justificar daños duraderos al medio ambiente. Tampoco lo es el beneficio material inmediato (el crecimiento económico, por ejemplo). Por eso, hoy, hay quienes buscamos que el ecocidio sea tipificado como delito criminal.
Pero la nueva conciencia ambiental, a la que se le llama, frecuentemente, conciencia planetaria
, tiene además implicaciones prácticas a escala de sensibilidades culturales y práticas educativas. Vale la pena ir pensando en ellas, irlas discutiendo, aunque parezcan pequeñas
. Quisiera dedicar mi espacio de hoy a pensar en algunas de las implicaciones de la nueva conciencia planetaria para la relación entre educación y paisaje.
Hace más de 30 años visité el parque nacional de Yosemite, en California. Entonces era yo estudiante e iba con varios compañeros, incluida una pareja estadunidense que reservó un campamento y trazó planes para el fin de semana. Llegamos al parque de noche, y nos metimos a una tienda de campaña que nuestros guías habían alquilado. Amanecimos en un Yosemite nevado, de verdad espectacular, y salimos de la tienda, tiritando, a admirar aquella belleza, aquella magia, que imponía sentimientos religiosos. Estábamos ante la grandeza de Dios.
Pero durante la excursión, en medio de aquella belleza que me dejaba atónito casi a cada momento, también me llamó la atención, como una pequeña molestia o malestar, lo domesticada que estaba aquella naturaleza: la caminata seguía una vereda perfectamente trazada, cuidadosamente vigilada por autoridades forestales. Mis ínfulas de descubridor (imagen de mí mismo como un Alejandro de Humboldt en la cima del Chimborazo) se veían desinfladas a cada paso. Cada vez que el camino torcía había ahí, en la vereda, una plaquita que señalaba el nuevo panorama que se abría, y explicaba alguna cosa Las ardillas que se podían apreciar en esos pinos. Lo que fuera. Ya para cuando llegamos por fin a la cima, mi heroísmo de Coronado descubriendo la Fuente de la Vida Eterna se terminó de extinguir ante el poder oficioso de una (inevitable) plaquita que decía, palabras más palabras menos: “Acabas de llegar a la cima, felicidades ( game over)”.
El primer efecto de esa domesticación de lo natural fue reforzar mis peores prejuicios respecto de Estados Unidos: ahí ni siquiera la naturaleza era natural, y toda aventura era planificada. La naturaleza imitaba a Disneylandia, en lugar de lo contrario. Aquella combinación, extrañísima según me parecía, entre el parque nacional como un espacio de naturaleza prístina, y el parque como una naturaleza manejada de pe a pa, me pareció ser un síntoma profundo de una sociedad donde nada puede suceder sin reglamentación previa.
Hoy, sin embargo, veo las cosas de otra manera.
Hoy, el estado de la naturaleza en todo el planeta se parece en algo a lo que experimenté hace 30 años en Yosemite. Cualquier resquicio de la sierra más remota se puede ver con Google Earth, y basta tener un teléfono inteligente para no volver a perderse en ninguna parte. Prácticamente no hay lugar alguno del planeta que no haya sido explorado, fotografiado, clasificado.
Todo esto me ha llevado a ser mucho más crítico de las ideas que yo traía durante ese viaje a Yosemite que de la realidad estadunidense que tanto me chocó en ese entonces: aquella idea de la exploración y del descubrimiento que traía –esa pretensión absurda, nutrida por ejemplos glorificados y casi siempre falsos– era la que merecía ser criticada con severidad. ¿A santo de qué quería yo imaginar ser el primero en subir esa cima en Yosemite? ¿Acaso el parque no recibía millones de visitantes al año? ¿Acaso no había sido Yosemite una zona de habitación indígena desde hacía ya miles de años? ¿Por qué imaginaba yo que mi experiencia quedaba disminuida por el hecho de que cada una de sus vistas haya sido admirada miles de veces? ¿Acaso mi idea de que la América Latina era una tierra –esa sí– de verdadera experiencia no era en realidad una fantasía imperialista? ¿Acaso Humboldt fue el primero en subir al Chimborazo? ¿Acaso Colón fue el primero en llegar a América? La sensación, maravillosa, de descubrimiento personal no tiene por qué sucumbir a la fantasía egomaniaca de que el descubrimiento personal es también un descubrimiento universal. ¿Acaso no podía maravillarme de Yosemite aunque se hubieran maravillado ahí mismo millones antes de mí?
Pero hay más: la práctica –bastante irritante muchas veces– de poner placas en el paisaje habla, también, de una tarea que tiene cierta importancia hoy. La educación como la entendemos usualmente está mal planteada: encierra al alumno en la escuela para que después salga al mundo
, como un descubridor, como un conquistador. La nueva conciencia planetaria pide que imaginemos otra educación: una educación que intervenga directamente en el paisaje, para ayudar a orientar la conciencia de los millones que pasamos por él a diario, para que vayamos siendo sensibles al cuidado que necesitamos tener con nuestro entorno.