Martes 18 de marzo de 2014, p. 2
La reforma constitucional en materia político electoral representará cambios radicales en la estructura electoral que se había implantado en México tras los polémicos comicios de 1988. Luego de sucesivos cambios legales que apuntalaron la autonomía del Instituto Federal Electoral (IFE) y lo colocaron como pieza clave en la transición democrática, los acuerdos partidistas determinaron poner fin a la vida de esta institución.
Con ello finaliza un largo trayecto del IFE en la vida política del país, que arrancó en 1990, con su fundación, aún bajo la esfera del control gubernamental, pero que resultó esencial para la organización de las elecciones de un turbulento 1994. En 1996 comenzó una nueva etapa de autonomía plena de esta institución, que se convirtió en factor de episodios inéditos en la historia electoral mexicana: el primer Congreso sin mayoría del PRI, en 1997; la alternancia en el poder en 2000 y el fin del partido hegemónico.
A partir de 2006 el IFE entró en una nueva fase que lo transformó de ser un factor de confianza en los procesos electorales a un árbitro de contiendas fuertemente cuestionadas, principalmente por los partidos de izquierda. De la denuncia de fraude en 2006 se pasó a las objeciones por su incapacidad para fiscalizar los recursos e impedir que fuera el dinero un punto central para acceder al poder.
A continuación se presentan un conjunto de textos, que pretenden ofrecer un recuento de una institución que ha sido fundamental en la historia reciente del país y que desaparecerá en los próximos días para dar paso al Instituto Nacional Electoral (INE).
Meses antes de la elección de 1994, el Centro Carter envió representantes a México para verificar el padrón electoral. Con el país en vilo por el alzamiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, el padrón era concebido como una caja de Pandora de los comicios. Se revisó todo; querían garantías de que no votarían muertos ni fantasmas, que no se rasurarían ciudadanos, que se impidieran ratones locos, que no se embarazaran urnas, que se pusiera fin al catálogo de trampas que habían regido el sistema electoral mexicano hasta 1988.
Casi cuatro años después, el veredicto del Centro Carter, cuenta Manuel Carrillo Poblano, coordinador de asuntos internacionales del IFE y decano del área ejecutiva, adonde llegó en 1993, fue que el padrón era sólido.
Eran los tiempos en que el secretario de Gobernación, Jorge Carpizo, entonces todavía en funciones como presidente del Consejo General del IFE, definió de una pincelada el clima electoral: es la feria de las desconfianzas
, ante las críticas opositoras.
Reconstruido en su totalidad entre 1990 y 1991, el padrón despertaba las mayores sospechas. Pese a los avales, meses después se soltaría en sesión pública: ahí estaban 7 millones de muertos dispuestos a votar
. Sentencia a la que seguirían nuevas suspicacias: hay 4 millones de homonimias.
Si las polémicas elecciones de 1988 eran una premisa que obligaba al régimen a buscar legalidad en los comicios de 1994, la reciente inserción de México en el Tratado de Libre Comercio y las turbulencias por las que atravesaba el país con el alzamiento en Chiapas y la ejecución del candidato presidencial priísta obligaban al sistema a obtener legitimidad internacional en el relevo del poder.
Para Estados Unidos y Canadá esa elección tenía mucha importancia. Los cambios ya venían en el sistema electoral, pero el TLC jugó un papel de pivote que aceleró su procesamiento. Había cambios acelerados en materia económica y un avance lento en cuestión electoral, subraya Carrillo Poblano.
Recién ocurrido el asesinato de Colosio, tuvimos que hacer una presentación en Naciones Unidas como parte del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Nos llamaron para presentar un informe sobre lo que estábamos haciendo para la elección, porque había muchas denuncias de irregularidades y fraudes
, agrega.
“Hubo presencia en México de los partidos Republicano y Demócrata estadunidenses; un interés del embajador James Jones, “quien se reunió con organizaciones no gubernamentales y partidos –muy distante del papel de John Gavin en los ochentas–; asistencia de académicos de la Universidad de San Diego, así como gente del despacho de Henry Kissinger”.
Días antes de la elección, cuenta Carrillo Poblano, hubo integrantes de la Marina y el Ejército estadunidenses acreditados como observadores.
Frente a esta presencia, el debate histórico sobre la irreductible defensa de la soberanía en los comicios fue cediendo en sectores importantes del régimen que vieron una forma de alcanzar la legitimación electoral, de apuntalar las reformas internas, en medio de un clima de desestabilización.
Al relevo en la Secretaría de Gobernación, unos días después del alzamiento zapatista, siguió una reforma electoral para afianzar la conducción del IFE y garantizar la estabilidad social en el proceso electoral. Era el primer paso para reducir el control oficial de la autoridad en la materia: se designó a los consejeros ciudadanos (apenas dos meses y medio antes de los comicios) y se redujo la participación de los partidos.
Hubo un apertura importante, pues a la impensable –hasta entonces– presencia de visitantes extranjeros, se apostó además por la movilización social con los observadores electorales y un papel más activo de la sociedad con un saldo fundamental: 1994 aún es la elección donde proporcionalmente hubo mayor votación (77.8 por ciento)
y el IFE acreditó su capacidad de conducir el proceso en condiciones extremas.