La Sinfónica de Dresde interpretó las composiciones del músico para ensambles instrumentales
Acompañó la Filarmónica de la Ciudad dirigida por José Areán
Parte del Festival Centro Histórico
Lunes 17 de marzo de 2014, p. a11
La Sinfónica de Dresde puso en vida el sábado, por vez primera en México, partituras que Frank Zappa (1940-1993) escribió para ensambles instrumentales.
Día estelar en el transcurso del Festival Centro Histórico México.
La jornada culminó cerca de la medianoche en el Centro Cultural del México Contemporáneo, un rincón del Centro Histórico pegado a la Plaza de Santo Domingo.
Los músicos alemanes, reforzados por elementos de la Filarmónica de la Ciudad y reclutados por su titular, José Areán, la noche del sábado a la batuta, completaron lo que pasa a la historia como un hito.
El Concierto del Desenfado, pudo bien titularse el programa: se inició con una mirada sonriente del compositor polaco Henryk Gorecki hacia la muerte: Pequeño Requiem para una Polca, partitura que envuelve en sándwich de dos movimientos semipesarosos a una alegre polca.
Curioso, en dos momentos determinados apareció, de manera evidente, el sistema de vasos comunicantes que establece conexiones asombrosas, en este caso pudo apreciarse conexión con la manera de orquestar y crear atmósferas sonrientes de Silvestre Revueltas.
Enseguida, ocurrió el estreno mundial de Polifonética, para sexteto de voces y orquesta de cámara, del mexicano Enrico Chapela, celebrado por el desenfado de su estilo, en esta obra también preñada de sonrisas, giros gráciles, ligereza y rigor simultáneos.
La participación solista del conjunto canoro Voz en Punto arrasó prácticamente con la sintaxis general de esta obra de estreno, al punto de dominancia tal que asemeja una nueva obra de Voz en Punto, más que una nueva creación de Enrico Chapela, lo cual no deja de tener su mérito.
Un festín
La segunda parte del programa, el atractivo que conjuntó melómanos, fue una fiesta.
La Sinfónica de Dresde, convertida en orquesta de bolsillo, en kit de viaje de excelencia, se habilitó como un gran combo para ejecutar la suite para orquesta, integrada por seis composiciones hilvanadas.
Abrió Black Pages una potente sección de alientos-metal (trombón, sax, trompeta) y así quedó encendida la intensa flama del estilo Zappa: desenfado, ironía, invención genial, sonidos abrasivos, dinamita mezclada con leche malteada.
El estilo indómito, la ciencia, el arte, las invenciones del padre de Las Madres de la Invención, en vivo, en México, a toda orquesta.
Let’s Make the Water Turn Black, que dio título al programa entero, sonó enseguida. La granulación de las percusiones, el brillo del sonido del metal, la batería, el bajo eléctrico, un yembé.
Momento culminante: Be-bop Tango, uno de los dos tangos que escribió Frank Zappa (el otro fue Sheik Yerbouti Tango) levantó el mercurio del termómetro. Ya la flaca sublime Carla Bley habría de continuar, en la discografía disponible, con su banda metálica, esta manera tan gozosa de enarbolar síncopa, sonreír a toda orquesta.
Clímax: G-Spot Tornado, composición para orquesta en dos movimientos de ese gran admirador de Silvestre Revueltas que fue Frank Zappa.
Para esto, el concierto transcurrió en ese foro tan extraño y peculiar: una especie de auditorio al aire libre, luego techado y con una concha acústica de cemento, enclavado en un barrial del corazón de la ciudad más grande del planeta. Bien por el desenfado. Mal porque resultó ser un escenario inadecuado.
Como contrapunto casual a la obra inicial, el lamento del adagio cantábile de Gorecki, sonaban las risas, los gritos, la dulce algarabía de los niños del barrio que jugaban en la calle.
A ese coro que nadie repeló, pues aportó un contexto de realismo humano a la música, se sumó, justo al término del primer movimiento de la obra de Zappa que culminó el concierto, ¡una bocina de bicicleta de panadero! Como si el músico genial, desde algún lugar no considerado, dijera: ahí les va eso. Una linda broma musical, inesperada.
Funcionó con tal corrección musical la parte solista involuntaria del panadero con el pan, bip bip, que el director de la orquesta, José Areán, volteó sonriente y celebró el acierto levantando el índice derecho, muy a la manera como se pone me gusta
en el Féis.
El público, ya a esas alturas una multitud enfebrecida, celebraba cada nota, cada ironía, cada carcajada musical de ese Mozart californiano que fue Frank Zappa, no por el estilo musical, sino por el desenfado, por la libertad de lenguaje.
Las Madres de Todas las Invenciones convocadas. En el imaginario del escucha, en la butaca, pasó el filme del concierto póstumo de Zappa, en Frankfurt, a la batuta del Ensamble Modern, dirigiendo precisamente esta obra, G-Spot Tornado, mientras en el proscenio Louise Lecavalier, esa gran inventora de la danza-riesgo al frente de su compañía La-la-la Human Steps, completaba un tango fiero con Donald Weiker mientras Frank Zappa sonreía.
La noche del sábado, en la culminación de una jornada de privilegio en el Festival de México, sucedió uno de esos conciertos que solamente ocurren una vez en la vida y que ejemplifican la manera como deberían ser todos los conciertos: una fiesta donde los músicos sonríen, el público sonríe y al final todos salimos iluminados por una sonrisa hacia la calle, de la misma manera que el espíritu de Frank Zappa deambuló esa noche por las oscuras calles del Centro Histórico de México.
Sonriendo, el mismísimo Frank Zappa sonriendo.