ra 1967. Una nueva generación, ésa que se convertiría un año más tarde en la del 68, desembarcaba en los pasillos y salones de clases de la Facultad de Filosofía y Letras. Aterrizaba, sobre todo, en el aeropuerto
, un ancho corredor a donde daban las oficinas de la dirección, salas de seminarios y un largo mostrador administrativo. Se le llamaba aeropuerto, porque ahí se instalaban todos los paracaidistas a ver pasar otros paracaidistas. La vida nos invitaba a cruzar el umbral de sus grandes puertas abiertas. Reíamos.
La primera dificultad a la cual nos enfrentamos fue establecer un horario. Si se pretendía agrupar las materias por las tardes, era imposible escapar a la escuela dominante: la lógica matemática, a la cabeza de ésta, Luis Villoro y Alejandro Rossi, seguidos por los tres Hugos: Padilla y sus asistentes Margáin e Hiriart. Sin contar las materias obligatorias: Presocráticos con Nicol, Estética con Sánchez Vázquez, Filosofía de la Ciencia con Alberto de Ezcurdia, Epistemología con Alejandro Rossi. Una nueva materia, obligatoria, fue decidida por el director de la facultad, Leopoldo Zea: La filosofía en México. La existencia de este curso fue ardua. Había quienes simplemente negaban que pudiese haber una filosofía mexicana. Cosmopolitas, no podían aceptar que hubiera un pensamiento filosófico limitado a un país. Otros, altaneros o despectivos, víctimas ellos mismos de una autoflagelación muy mexicana, rechinaban una risa sardónica ante la enormidad que era, desde su punto de vista, una filosofía mexicana. Zea debe haber hecho concesiones a los brillantísimos Villoro y Rossi a cambio de un curso sobre la filosofía en México, impartido por Villegas.
La verdad, tuvimos suerte: una pléyade de maestros nos inició en los caminos del pensamiento filosófico. Vivimos el mejor de los mundos posibles. Recuerdo el rostro de Luis, con la mirada puesta en lo invisible, describirnos ese mundo, sus manos formando éste y otros paralelos, los rayos del sol, que entraban por los ventanales del último piso de la torre de Humanidades, reflejados sobre sus cabellos dorados durante las tardes. Su voz pausada nos embarcaba hacia mares lejanos donde el agua hipnótica hunde en la reflexión.
A los cursos de Villoro llegaban alumnos de otras facultades. El atractivo era doble: el de su persona y el de su pensamiento. Muchas de las chicas que asistían, las minifaldas se acortaban aún más por un fenómeno enigmático, y no las menos lúcidas repartían su placer entre los ojos y los oídos. Ahí me encontraba con Armando Ponce: recordábamos un curso de periodismo que tomamos juntos en el Excélsior de Scherer, López Narváez, Granados Chapa. Era apenas el año anterior, 1966, pero hablábamos de él como de la prehistoria: tan vertiginoso pasaba el tiempo, o pasábamos nosotros por sus días. Mercedes Garzón, Eli Bartra, Adriana Valadés, Anamari Garciadiego, Ana Roth, Felipe Campuzano, Gaby Carral, las amistades se iban tejiendo indestructibles.
Entre Luis y yo se fue forjando una de esas relaciones, de afinidades electivas, casi sin darnos cuenta. Podíamos dejar de vernos un año y retomar la conversación como si nos hubiésemos visto la víspera. Durante su estancia en París, como embajador ante la Unesco, nos veíamos cada semana, siempre con gusto, con el deseo de continuar una reflexión. Nunca dejó de sorprenderme en Villoro la constante evolución de su pensamiento. La capacidad de asombro, principio de la filosofía, que jamás perdió.
Sencillo, Luis prefería tomar el Metro y dejar el auto a Margarita, su mujer. Habría querido renunciar a los gastos de representación, pero creo que pusieron el grito en el cielo colegas escandalizados por este atentado contra los privilegios.
Momentos inolvidables fueron las pláticas con Rossi y él, dos de las más altas inteligencias que la suerte me hizo el regalo de aproximar.
Luis Villoro no era un hombre de ambiciones ni de carrera. Fue, es y seguirá siendo un hombre de amor, deseo y reflexión.