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Del cuerpo y sus alrededores Dormimos en casa de un joven matrimonio tzeltal: un cuarto sin ventanas levantado sobre cuatro pilotes y hecho de recios tablones sin desbastar. Dentro, un catre, la hamaca y, colgados de las vigas, el machete y un par de huacales con tiliches. El único lujo: un altar muy adornado. Por su problema de columna al maestrillo jesuita le toca el catre, yo duermo sobre el eslipin, el marido se acomoda en la hamaca y su mujer se tiende en el suelo con los tres chamacos. Casi de inmediato la niña empieza a toser y a ahogarse con las flemas. Toda la noche la hija tose, toda la noche la madre vela acunándola en sus brazos. Los demás duermen. Aún está oscuro cuando la mujer se levanta y sale al tejabán a prender el fuego que apagó la noche anterior. A un lado, junto a la flama, acomoda la ollita de los frijoles y un jarro con agua para el café, encima pone el comal de barro. En cuanto éste se calienta comienza a echar tortillas. A las seis está listo el desayuno. Mientras los demás comemos, las gallinas y el cuche se arremolinan en torno a la mujer que esparce puños de maíz quebrado. Apenas termina de cebar a los animales toma dos grandes cubetas y va por agua. Regresa al poco tambaleándose entre los baldes llenos y de inmediato enjuaga los trastes que ensuciamos. Sale por unas ramitas de epazote a la huerta que tiene junto a la casa y pone a hervir más frijoles. Luego, con movimientos largos, reflexivos y por primera vez lentos, empieza peinar el negro cabello de la niña, que ahora juega con un bule y ya no tose. El sol apenas acecha por el horizonte… Y así todo el santo día. Educar, alimentar, sanar, consolar, limpiar, vestir… cuidar de todo y de todos, todo el tiempo. Esto, además de parir y amortajar, es la chamba que les cayó a las mujeres rurales. Talacha extenuante, impuesta, ignorada y mal repartida que -sin dejar de ser injusta y embrutecedora- ha sido transformada por ellas en su personal e inimitable modo de apropiarse del entorno. Porque la proverbial “mitad del mundo”, tiene su propio mundo; un cosmos mujer que les habla sólo a ellas, que sólo a ellas les rebela sus secretos. Maldición y privilegio, ser mujer en el campo -y en cualquier otro rumbo- es participar de una experiencia marcada por el género y sus injusticias; una vivencia sin duda comunicable pero irreductiblemente femenina. Entonces los diálogos interculturales, ahora tan socorridos, debieran empezar por el diálogo entre los géneros. Y esto se facilita, porque las mujeres ya no son dejadas -si es que alguna vez lo fueron- y hoy luchan por todos sus derechos: los sexuales y reproductivos, pero también los económicos, sociales, políticos, ambientales, agrarios, culturales... Las mujeres batallan para que el género que les tocó habitar no sea motivo de opresión, de minusvalía, de exclusión y de vergüenza. Porque la histórica maldición que pesa sobre las mujeres tiene que ver con su cuerpo, se monta sobre la biología. El cuerpo femenino ha sido y es tierra de conquista: territorio invadido, usurpado, colonizado. Les vendaron los pies y el alma para que no pudieran caminar, las embozaron con burkas para ocultar su rostro y sus sentimientos, les extirparon el clítoris y los deseos para negarles el placer. El despojo que las mujeres sufren es -como todos- socioeconómico, político, cultural… pero el suyo es también un despojo sicosomático, un despojo a flor de piel. Entonces las mujeres necesitan defender el territorio último, el territorio más íntimo y entrañable; las mujeres necesitan emancipar y recuperar su cuerpo. La terca desubicación de las -y los- feministas respecto de los alineamientos ideológicos tradicionales, forzó a la postre una afortunada redefinición de los espacios político-sociales por la cual el posicionamiento crítico respecto de la fractura de género devino tan importante como el rechazo de la explotación asalariada y de la dominación colonial. Gracias al feminismo, la de etnia, la de clase y la de género son hoy tres vertientes inseparables de la emancipación humana. En la emancipación de las mujeres es dimensión fundamental la reivindicación del cuerpo como territorio: del cuerpo biológico pero también el que Marx llamaba el “cuerpo inorgánico”, el entorno inmediato construido cotidianamente por medio de lo que ahora nombran cuidado y que en el campo consiste en el hogar, el traspatio, la huerta, el mercado, la iglesia, el bosque, la cañada, el río, el ojo de agua…; el hábitat con rostro femenino que es el mismo -y no- que el de los varones y que los ámbitos colectivos de las familias, las comunidades y los pueblos. Y es que el territorio de ellas cuenta historias distintas, guarda secretos que sólo las mujeres conocen, tiene significados en clave de género. Liberarse del fatalismo del cuerpo pasa también por cuestionar cierto neoindianismo que, pretendiendo exaltar el valor de la mujer, en verdad la constriñe y encajona. Porque género no es destino sino campo de posibilidades. Las mujeres no están hechas para tener hijos -que es sólo una de sus opciones privativas-, de modo que asimilarlas simbólicamente con la fertilidad y con madre natura es biologicismo y sexismo; reverencial y pachamámico quizá, pero sexismo al fin. La lucha de las mujeres rurales es un afluente decisivo del movimiento en defensa del territorio; frente reivindicativo en el que destacan el combate a la violencia de género y en particular a la siniestra ola de feminicidios, las exigencias de que se garantice el derecho igual de las mujeres a la salud y de que se reconozcan sus derechos sexuales y reproductivos, y también lo que se ha llamado el ambientalismo con sesgo femenino. Siempre estuvieron ahí, pero en 1980, con el Primer Encuentro Nacional de Mujeres, se hicieron más visibles. El protagonismo femenino rural se manifestó poco después, en 1984, gracias al Primer Encuentro de Mujeres Indígenas de Chiapas, al que siguen otros, como el de 1997, en el que participan 700 mujeres de 14 estados y donde se constituye la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas. Antes habían aparecido otras organizaciones supraestatales como la Coordinadora Interregional Feminista Rural (Comaletzin), la Red Nacional de Asesoras y Promotoras Rurales, la Red Género y Medio Ambiente… En 1994 la difusión por el EZLN de la Ley Revolucionaria de las Mujeres dota de una plataforma de género al neoindianismo surgido en los 90’s del pasado siglo. Los rústicos defienden de por sí los recursos naturales, pero es poco habitual el empleo del término ecologista en la reivindicación campesina del medio ambiente. Sin embargo en 1998 se creó en la Costa Grande de Guerrero la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán y Coyuca de Catalán, para impedir que la trasnacional Boise Cascade siguiera saqueando el bosque. Detuvieron la depredación, pero la organización fue reprimida y sus dirigentes asesinados o encarcelados. En 2002 un grupo de esposas, hermanas, hijas y compañeras de los varones que habían encabezado la organización ambientalista, conformó la Organización de Mujeres Ecologistas del Sierra de Petatlán (OMESP), que cambia el terreno en el que se había dado antes la defensa de la naturaleza, pasando de la violenta confrontación con los talamontes y el gobierno, a un trajín menos visible pero quizá más calador por el que se modifican profundamente las prácticas sociales. Lorena Paz Paredes consigna sus haceres: “Reforestación, viveros familiares, campañas de limpieza de calles, cañadas y fuentes de agua, separación y reciclamiento de basura, uso de abonos orgánicos, siembra de cercos vivos, veda a la cacería de ciertas especies animales, además de actividades de traspatio orientadas a fortalecer el autoconsumo y el intercambio comunitario de productos y saberes”. Así caracteriza la autora, que por un tiempo las acompañó, el sentido del espacio de las mujeres de la OMESP: El territorio de las ecologistas vuelve a revelarse multidimensional. Abarca desde sus cuerpos y su subjetividad, hasta el entorno que nombran, transforman, rememoran... Desde la naturaleza domesticada que las enfrenta a las sorpresas cotidianas de los ciclos agrícolas alterados por el cambio climático, hasta la naturaleza indómita que se muestra en desastres ambientales como incendios, deslaves, crecientes de los ríos y grandes tormentas tropicales, siniestros naturales durante los que enfrentan a la muerte”.
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