|
||||||||||
Chiapas Diversas caras de la trata
Meztli Yoalli Rodríguez Aguilera Llegué a Tapachula, Chiapas, una tarde calurosa de agosto. Quería conocer historias cotidianas de las mujeres centroamericanas que habitan esa ciudad. Sin planearlo, un grave problema apareció muy cerca de mí: la trata de personas. De acuerdo con el “Protocolo de las Naciones Unidas para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños”, ratificado por México en 2003, la trata es definida como: “La captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras fuerzas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder (…) con fines de explotación”. Viví en un albergue para migrantes por un tiempo. A la primera que conocí fue a Cristina, una niña indígena mam guatemalteca de 15 años de edad. Ella me dijo que había muerto su mamá cuando era muy pequeña y desde entonces se había criado con la abuela, trabajando en el campo. Ella me contaba, mientras jugaba con la tierra en el jardín, todo lo que cosechaba en su pueblo, en la montaña: maíz, frijol, café y plantas para comer. Cristina se cansó de la pobreza y violencia doméstica que vivía cotidianamente en Guatemala y vino a México buscando el sueño mexicano. Pensó que aquí le iría mejor y tenía muchas ganas de conocer. Sin embargo, al llegar a trabajar, como jornalera agrícola, el sueño se rompió. Cristina me narró: “Trabajaba de empacar plátano. Trabaja de seis de la mañana a seis de la tarde. A veces no me daban de comer, dormía poco y me pegaban mucho”. Tiempo después Cristina pudo escapar del lugar y ahora puede contar lo que vivió. Como la historia de explotación laboral de Cristina, hay muchas. Son de mujeres de todas las edades que llegan de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua. Algunas quieren llegar a Estados Unidos. Otras se quedan por una temporada en México mientras vuelven a juntar dinero para irse. Y hay mujeres que se quedan sin haberlo planeado. Cuando llegan, por lo general, se incorporan a tres grandes nichos laborales: trabajo agrícola, trabajo doméstico o trabajo sexual.
Ahora bien, en Tapachula y Huixtla, dos ciudades del Soconusco, existen muchos bares y botaneros donde algunas mujeres trabajan como ficheras, meseras o bailarinas. Ellas consideran que el trabajo sexual es digno y son las propias mujeres quienes se están organizando en la región para defenderlo, pero las autoridades locales de Tapachula comenzaron una campaña de criminalización contra las trabajadoras sexuales con el discurso de enfrenar la trata de personas. Al poner dicho discurso en el centro, se cierran bares y se deja sin empleo a muchas mujeres para “salvarlas” de la opresión. Lo anterior no intenta negar que efectivamente existan redes y delitos graves de trata en el mundo y en la frontera sur de México, tal como el caso de Cristina. Pero debemos considerar que hay mujeres que eligieron libremente su trabajo y merecen ser respetadas. Hay que aclarar que el trabajo sexual no es sinónimo de trata de personas. Desde los feminismos descoloniales se intentan subvertir las estructuras coloniales con las que se observan las realidades de mujeres en todo el mundo y las luchas por vivir dignamente. Por otro lado, resulta paradójico que algunas mujeres indígenas guatemaltecas sean contratadas como trabajadoras domésticas y estén en condiciones de explotación (con jornadas de 12 horas o más, y viviendo en la misma casa en que trabajan, donde permanecen encerradas la mayor parte del tiempo, con descansos de sólo medio día del domingo).
Con estas condiciones laborales -y de vida-, llama la atención que el trabajo doméstico no se vincule con el tema de trata de personas. Como es sabido, muchas de las personas que no cuentan con la regularización de papeles en el país de destino son invisibilizadas y se les dificulta el acceso a la justicia. El nacionalismo, materializado en la llamada “ciudadanía”, se antepone sobre el derecho a una vida digna. Es imperativo tratar de comprender estas complejas problemáticas sin caer en binarismos simplistas, como el de concebir que las mujeres son sólo víctimas o heroínas. La realidad es mucho más enrevesada. Preocupan las políticas migratorias y el hecho de que bajo el discurso de seguridad nacional y la lucha contra la trata, se legitime la violencia, el racismo y la xenofobia hacia las y los migrantes que vienen a México buscando mejores condiciones de vida. Queda claro que las políticas migratorias son excluyentes y a la vez selectivas: sólo benefician a ciertos sectores. Todavía hay mucho camino por andar. Las fronteras nacionales no impedirán el cruce de la dignidad, la justicia y la solidaridad. Las mujeres centroamericanas en México dan cuenta de ello. Chiapas Rompiendo la heterosexualidad
Yolanda Castro Apreza K’inal Antsetik (Tierra de Mujeres)
La historia narrada en los siguientes párrafos forma parte de una serie de testimonios de mujeres indígenas, transgresoras de su cultura, costumbres y tradiciones que se fortalecen en mayor medida por la presencia de religiones como: bautista, presbitariana, pentecostal, adventistas del Séptimo Día y católica. Frente al fenómeno de la violencia contra las mujeres, algunas de esas religiones guardan silencio o conminan al sacrificio, obediencia y subordinación al esposo. En la década de los 90’s, principalmente con la irrupción pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), mujeres indígenas de diferentes regiones defendieron sus derechos e hicieron suyo el contenido de la Ley Revolucionaria de las Mujeres Zapatistas. Si bien hubo transformaciones importantes en algunas familias indígenas, para otras la vida sigue sin grandes cambios. Para las primeras, en la medida en que las mujeres se apropian de sus derechos, hay cambios sustantivos en nuevas generaciones. Un paso es la ruptura con la hetero normatividad en sus comunidades, decisión nada fácil para ellas porque, entre las religiones y los usos y costumbres, los caminos para vivir su opción sexual es en varios momentos un riesgo a ser expulsadas de su comunidad o de su organización de mujeres, a ser sancionadas por su religión y a perder lazos fraternos que son importantes para ellas, entre otros. Así una mujer comparte una parte de su realidad comunitaria: “En mi comunidad cuando un hombre quiere como pareja o esposa a una mujer, la familia de ella pide dinero o regalos para ser entregada a su nueva familia. En ocasiones, si no hay acuerdo entre las familias, intervienen las autoridades. Todo el arreglo se da entre hombres principalmente, así pueden pedir entre 20 mil o 30 mil pesos o bien regalos como carne, trago, maíz, frijol, varias cosas. Si las mujeres con 20 o 25 años no se han casado o juntado con algún hombre son consideradas ‘viejas’. “Llevo varios años enamorada de una mujer de mi comunidad, hemos estado juntas como pareja pero en secreto, somos líderes en nuestra religión, cantamos juntas, y tratamos de cumplir con todo el reglamento, por eso vivimos nuestro amor en silencio. Nunca me imaginé enamorarme de una mujer, sé que hay otras mujeres que han sentido y vivido lo mismo que vivo ahora; sí, ellas se enamoraron de alguna mujer de la comunidad, pero fueron obligadas a casarse y ahora las veo tristes, enfermas y con muchos hijos. No es fácil para una mujer indígena amar a otra mujer indígena, tampoco habíamos logrado compartirlo con otras mujeres indígenas que también aman a las mujeres. En nuestra religión se ha hablado de este tema y el pastor nos ha dicho que ‘el lesbianismo es cosa del demonio’, que dios no puede permitir esto porque es un gran pecado. “Me ha ayudado estar en talleres sobre los derechos de las mujeres indígenas, porque así he ido conociendo a otras compañeras que son indígenas y lesbianas. Aunque la palabra ‘lesbiana’ la conocimos en la ciudad de San Cristóbal, en nuestro idioma no existe esta palabra; pienso que en varias regiones existimos, pero es difícil compartirlo. Pero esta elección de amar a otra mujer no es respetada en las comunidades, tampoco se habla de este tema. Estoy segura de que somos varias, pero todavía no nos hemos juntado entre nosotras, así que nuestro amor lo vivimos en secreto”. La identidad de ser mujer, indígena y lesbiana no es un asunto fácil para las nuevas generaciones de jóvenes en las comunidades indígenas. Algunas han comentado que una alternativa para vivir su opción sexual ha sido salir de su comunidad, no han necesitado ir lejos, al llegar a la ciudad de San Cristóbal de Las Casas a continuar con sus estudios profesionales les abre un abanico de posibilidades, más aún si han logrado participar en grupos de mujeres indígenas que ya viven entre la ciudad y su lugar de origen. Una de ellas comenta al respecto:
“Al llegar a la preparatoria pude conocer o ubicar que hay más mujeres indígenas lesbianas, pocas son abiertas, pero hemos llegado a identificarnos y conocer nuestras historias. Pero también lo hacemos con mucho cuidado, porque nos damos cuenta de la discriminación que hay en las escuelas. Pero también, cuando comenzamos a participar en las luchas por la defensa de los derechos de las mujeres indígenas, nos damos cuenta que es un derecho el vivir y elegir amar a otra mujer. He estado muy cerca del trabajo con mujeres que K’inal Antsetik, ha hecho en las comunidades indígenas, también he tenido oportunidad de viajar y conocer a otras mujeres indígenas lesbianas que además se asumen como feministas. Es importante encontrarnos con otras mujeres indígenas lesbianas y trabajar juntas porque no es justo vivir en secreto, o vernos obligadas a casarnos con un hombre cuando no es nuestra elección”. De esta manera, nuevas generaciones de mujeres indígenas lesbianas emprenden el camino de unir luchas diversas, identificando múltiples opresiones como la racista, clasista y por la orientación sexual. Sus voces irrumpen en espacios mixtos que tienen un carácter esencialmente clasista o bien con otros espacios de mujeres que sólo asumen el género y la etnia. Estas notas breves son apenas señales de nuevas rutas que las mujeres indígenas están construyendo.
|