15 de marzo de 2014     Número 78

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Chiapas

El amor a la madre tierra en sus rituales


FOTO: Deborah Doblado Bowers

Alma Padilla García

Las mujeres indígenas y campesinas reconocen en la tierra la base de la vida, de la alimentación, de sus identidades y relaciones con los seres vivos.

Mujeres de diferentes comunidades de las regiones Norte, Altos y Sierra Fronteriza de Chiapas, que participan en la campaña “La tierra no se vende, mujeres y hombres la tenemos, la cultivamos y la defendemos” hicieron un análisis político sobre la situación actual y su derecho a la tierra y al territorio, con la idea de revalorarlos; recuperar el sentido de la tierra viva; fortalecer la producción de alimentos; garantizar el derecho a la sustentabilidad alimentaria, y reivindicar socialmente el derecho de las mujeres a la tenencia de la tierra, propiedad, el uso y usufructo.

Para ello, reflexionaron sobre la concepción que tenían sus antepasados y la que actualmente tienen ellas y sus familias. Todo esto, como bien sabemos, en medio de los embates del capitalismo y del mercado contra las tierras campesinas e indígenas.

En ese contexto las mujeres y sus familias, sus colectivos y sus comunidades, se dieron a la tarea de recopilar los rituales que sus abuelas y abuelos hacían para la tierra, para los ríos, para la lluvia, para los animales, para la cosecha, para el maíz, considerándolos como sus semejantes y parte indispensable de la vida. Algunos de estos rituales se conservan y se siguen realizando en sus comunidades; otros ya no se hacen, pero han quedado en la memoria de los ancianos, que añoran ese amor perdido que aleja a la juventud de la tierra, de la familia, de las raíces, que lleva a los y las migrantes a buscar la vida lejos.

Junto con la recopilación y práctica de los rituales, las mujeres también están practicando la agroecología, conservando el maíz criollo, haciendo composta, eliminando químicos, cuidando el suelo y produciendo para el consumo de ellas y sus familias. “Queremos comer sano, es nuestro derecho, no queremos enfermar de cáncer”, dicen.

Los rituales le muestran respeto a la tierra y al territorio, hay diferentes formas como ceremonias, rezos, altares, ofrendas y fiestas tradicionales que recuerdan el amor a la tierra, como las ofrendas de maíz, las ofrendas a los cuatro puntos cardinales, las ofrendas a los ojos de agua, etcétera.

Las abuelas dicen: “Antes se hacían rituales a la tierra y a la lluvia, siempre en las oraciones se pensaba que el alimento es compartido, que no sólo es para las personas sino para los animales; se creía que los animales y los seres humanos somos hermanos, que la tierra es nuestra madre y que ambos nos alimentamos de ella. Hay mujeres jóvenes que ya no conocen estos rituales, algunos se conservan pero otros no, por ejemplo ya no se da de comer a los animales, todo lo queremos para nosotros y no pensamos en qué van a comer los animales, por eso ellos se comen la milpa, porque no tienen qué comer. A nosotras siempre nos ha alimentado la tierra, a veces no lo valoramos; la tierra nos da respiración, nos quita la sed, y aunque no la cuidamos, nos sigue dando de comer. Dar de comer a la tierra es muy importante, eso lo hacían nuestros abuelos y nuestros antepasados los mayas”.

En la comunidad de Coquiteel y Corostic refieren: “Antes se hacían rituales donde se les pedía a la tierra que produzca los alimentos, que cuide bien la planta; rezaban a la lluvia para que lloviera, pero también le pedían a los animales que vivían en la milpa, como a las hormigas y las tuzas, que no se comieran la milpa, por eso les dejaban una recompensa en sus cuevas, como pollo para que no se comieran la milpa; se les decía a los animales que podían compartir la comida con ellos”.

Las mujeres conocen los rituales que se hacían en sus comunidades gracias a las historias contadas por sus abuelos, abuelas y ancianos de la comunidad.

En la comunidad de Coquiteel: “Los antepasados iban a la milpa, en medio de donde se va a sembrar; llevan el pollo, ahí lo matan y preparan ahí la comida; llevan velas, trago; se cuece la comida pero nadie come, porque primero se le riega un poco de caldo en medio de la tierra y los principales hacen la oración, pero primero le dan de comer a la madre tierra. Los abuelos hacía igual con el café porque había animales que acaban con la raíz del café, por eso se hizo lo mismo; le pidió a la madre tierra que los animales no se acabaran con el café, pero ahora ya nadie lo hace”.

En la comunidad de Corostic: “Antes, alrededor de su casa, colgaban el maíz y desgranaban a mano, se iban a las milpas, y en medio de la milpa matan pollo y lo cocinan y le dan primero a la madre tierra; también le pone cacao y pinole. Ahora ya no se hace porque ya hay religiones y pues ya no lo creen y ya no lo hacen, pero antes era bonito y ahora ya se perdió esa costumbre”.

En la comunidad de Napité: “Antes en mi comunidad, unos viejitos que eran como representantes, lo que conocemos como ministros, iban a Oxchuc para hacer la oración, las mujeres se quedaban haciendo la comida, como era el atol, tamalitos de frijol, y trago; cuando los ministros se iban llevan frijol, que eran como una ofrenda, se lo llevaban al patrón que está en Oxchuc, y llevaban arpas para que después de la oración bailaran. Regresaban a la comunidad y se iban a una cueva a hacer oración para la siembra, queman incienso, velas, después se van a comer; antes se hacía eso, no nos moríamos de hambre ahora los jóvenes ya no lo hacen (…)”.

En la comunidad de La Grandeza: “Para pedir la siembra del maíz, van con el Santo Tomás en la iglesia de Teopisca; llevan su bonche de semilla, la ponen en el altar; llevan tambor, candela, guitarra, incienso y arpa, y bailan, toman trago, hacen la fiesta, llevan cohetes. Toda la noche bailando, se quedan la noche allá a dormir y después se regresan a la comunidad, hacen lo mismo en la comunidad, símbolo de la alegría que llevan, después su semilla para ir a sembrarlo ya en la milpa ya está bendecido. Se juntan cinco a diez gentes a sembrar para que termine en mismo día y al siguiente día siguen lo mismo con las otras personas. Se van a una cueva, dicen, en lugar de Chiapas, hacen el mismo ritual allá. Pasan en Ama Wits también, en una comunidad que se llama Nachi, Chunkalap. En esta cueva sagrada hay un señor que se llama Pedro González, un hombre poderoso, adorado como un santo, decía que no se necesita sembrar mucho, con poco es bastante y vieron que eso es cierto, por eso lo adoraron y lo llevaron a Ama Wits, hicieron celebración allá. La gente lo mataron pero ellos lo adoraron por eso. Bochaban es como se llamaba Amatenango antes porque era lleno de árboles, el árbol en castellano se llama mandrón”.

En la comunidad de Santa Rosa de Cobán: “Nuestros antepasados trabajaban la tierra de otra forma, la cuidaban, la trabajaban con azadón y machete para que no se maltratara la tierra, había más respeto a la tierra, se trabajaba con abono, se trabajaba en colectivo, no había propiedad privada, hacían ofrendas a la tierra, hacían fiestas y atole. Nuestros abuelos y abuelas se subían a los cerros para pedir por las lluvias, llevaban copal, velas de color rojo, amarillo, verde y blanco y las ponían en los cuatro puntos cardinales, y pedían buena cosecha y se daba buena cosecha, porque no se le contaminaba y agradecían la levantada de la cosecha”.

Las mujeres de otras comunidades coinciden en que actualmente practican rituales que piden a la tierra buena cosecha, son rituales sencillos y muy parecidos entre las comunidades: “Se hace un altar en el lugar de la siembra, se ponen velas de colores en los cuatro puntos cardinales y se pone como ofrenda maíz, frijol, agua, trago y flores, se hace oración para pedir por la siembra para que la cosecha sea buena, al final se reparte el trago y se baila”.

De acuerdo con los discursos de las mujeres, los rituales a la tierra están asociados con el cuidado a la misma, es decir funcionan en la medida en que se da un cuidado real desde una cosmovisión de apego a la tierra, de cercanía y de concebirla como madre dadora de alimentos. Es así que el cultivo de la tierra es parte de ese cuidado, como el cultivar con semillas originarias y nutrirla con abonos orgánicos, así como el uso de herramientas que no dañen la tierra etcétera.


Chiapas

La tierra también es derecho
humano de las campesinas*

Alma Padilla y Mercedes Olivera Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas


FOTO: José Carlo González / La Jornada

La exclusión de las mujeres rurales de la propiedad social, es decir de los ejidos y de las comunidades, es una realidad inocultable. Según el Registro Agrario Nacional (RAN), al 2010, son mujeres 20.6 por ciento de los ejidatarios y 27.9 por ciento de los comuneros, pero en la realidad ellas son dueñas de la tierra sólo cuando el hijo mayor se casa o cumple 18 años.

Aunque las leyes mexicanas señalan derechos iguales para hombres y mujeres e inicialmente la Ley Agraria hablaba de propiedad familiar, poco a poco emergió de las tradiciones patriarcales la concepción de que la tierra es de los hombres, porque a ellos les corresponde abastecer a la familia, mientras que el hogar es el espacio obligado de las mujeres, aunque siempre han participado de una u otra manera en los trabajos agrícolas también.

Esta discriminación, legitimada oficialmente, es muy común en el campo mexicano y tiene la consecuencia de que las mujeres que no son titulares de la tierra no pueden en su mayoría participar en las asambleas ejidales. No toman parte en las decisiones, con lo que su exclusión se expande a todos sus derechos y su ejercicio ciudadano se ve mediado por las decisiones masculinas.

En Chiapas, como en otros estados del país, la situación para ellas se ha agravado con las políticas neoliberales que han impuesto la privatización de la tierra, han bajado los precios de la producción campesina, han eliminado los subsidios a la producción, han liberalizado el comercio de granos básicos y han elevado los precios de consumo. Con ello, los campesinos –que siempre han tenido un déficit en su producción en relación con lo que necesitan para la sobrevivencia familiar- han venido reduciendo su producción de maíz desde finales del siglo pasado y hasta han dejado de sembrarlo porque no pueden competir con el maíz importado y subsidiado.

Ante la crisis, muchos han optado por la migración al norte del país y a Estados Unidos, lo que ha propiciado una fuerte desestructuración de la vida campesina. “Los jóvenes de plano ya no quieren sembrar, ya no aman la madre tierra (…)”, se quejaba un viejo campesino tsotsil.

La migración de los hombres ha originado, en el mejor de los casos, que las mujeres cuiden y cultiven la tierra para tener maíz para su consumo cotidiano, pero en muchas ocasiones las tierras han tenido que venderse o se han perdido por los préstamos no saldados que se hicieron para poder pagar al pollero que los pasó al “otro lado”. Las mujeres que se quedan con alguna tierra la cultivan para tener maíz para su gasto y tienen que cumplir con las cuotas y los servicios comunitarios para que el marido no pierda la titularidad, además de que, por supuesto, se quedan con la obligación de pagar las deudas que dejan los migrantes.

A la obligación de “mantener” cotidianamente a la familia, se suma la de ser abastecedoras: “Ahora soy hombre y mujer al mismo tiempo”, nos dijo una de ellas. Además tienen que conseguir dinero preparando comida, elaborando y vendiendo artesanías y/o trabajando en el servicio doméstico o en cualquier trabajo informal. Y deben resistir las críticas y habladurías de la gente de la comunidad que las acusa de libertinas, de andar buscando hombre y de ser putas por transgredir las normas.

Esperanzadas, aguardan las mujeres a que los esposos les manden dinero, pero cuando éste llega generalmente es muy poco y muchas veces no llega nunca. La situación se complica cuando los cuñados y/o los suegros las despojan de la tierra o los esposos sólo regresan para venderla, muchas veces sin avisarles. A nuestro Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas (CDMCH) han llegado mujeres angustiadas queriendo recuperar sus tierras, pero al no estar a su nombre y ya haber sido consumada la venta, poco o nada se ha podido hacer para que tengan un lugar en donde vivir.

Podemos decir que las políticas neoliberales han producido cambios profundos en la división sexual del trabajo en el campo. La exclusión social capitalista ha afectado a las campesinas haciéndolas más pobres, más oprimidas y más vulnerables a los despojos y a la violencia social en los lugares donde han llegado a buscar nuevas formas de sobrevivencia, resignificando sus subordinaciones de género, clase y de etnia.

Las que resisten estos cambios y siguen siendo campesinas débilmente articuladas al mercado, sin poder romper su exclusión social ni su subordinación patriarcal, continúan produciendo mano de obra barata, con el agravante de que ahora esa mano de obra es desechable.

Es cierto que algunas mujeres han afrontado con un éxito relativo el embate de la pobreza y que, paralelamente a su esfuerzo de sobrevivencia, han podido construir ciertas alternativas de liberación, pero son muy pocas y los costos humanos que han pagado por ello son muy elevados, como veremos adelante.

En nuestro caminar feminista impulsando el ejercicio de los derechos humanos de las mujeres campesinas e indígenas, las integrantes del CDMCH nos hemos encontrado frecuentemente con la flagrante violación a su derecho de tenencia, uso y usufructo de la tierra. Tan sólo en los cinco años recientes hemos documentado y atendido más de cien casos en los que suegros, cuñados, otros parientes y aun las asambleas ejidales han despojado a las mujeres de las tierras en donde trabajaban y/o vivían. La mayor parte (43 por ciento) se ha dado en comunidades tzeltales y choles de Tulija-tseltal-chol, que es una de las tres regiones en donde trabajamos. En esa región –que comprende los municipios de Tila, Yajalón, Chilón, Sabanilla, Sitalá, Tumbalá y Salto de Agua, clasificados como de alta y muy alta marginación- existen fuertes conflictos relacionados con el control del territorio entre el gobierno federal y el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional.

La mayoría de las mujeres despojadas de su solar o parcela son casadas, pero en otros casos el despojo se asocia a la separación o divorcio, siempre en una situación de gran vulnerabilidad para las mujeres y sus hijos. Con base en el análisis de los casos, los despojos provienen en 12 por ciento de la ex pareja, 11 por ciento de las autoridades, 11 por ciento de hermanos, 10 por ciento de hijos, nueve por ciento de las asambleas, ocho por ciento de la pareja, ocho por ciento de los suegros, seis por ciento de vecinos, cinco por ciento de cuñados, cinco por ciento de tíos, cuatro por ciento de sobrinos, tres por ciento de padres, tres por ciento de organizaciones campesinas, dos por ciento de nietos, uno por ciento de primos, uno por ciento de yerno y uno por ciento de hombre del ejido.

Es interesante señalar que la tercera parte de las mujeres despojadas tienen más de 61 años, y que con frecuencia los hijos adultos son los autores del despojo. Pocas de las afectadas tienen menos de 30 años, en su mayoría tienen entre 30 y 40, edad en que los hijos aún dependen de ellas y ha sido el suegro o el esposo migrante el responsable del despojo. Pero también hay casos en los que la asamblea legitima o realiza el despojo. Un caso emblemático se ha presentado en el ejido de Bella Vista del Norte, de la zona fronteriza de Comalapa, en donde varias mujeres casadas con fuereños, generalmente guatemaltecos, no sólo han sido despojadas de su tierra sino que han tenido que salir de la comunidad, y las que se han resistido a cumplir el acuerdo de la asamblea son fuertemente hostigadas y amenazadas por las autoridades, que fundamentan su exigencia en el artículo 31 del reglamento ejidal, el cual sostiene que las mujeres que se casen con hombres ajenos a la comunidad serán expulsadas. Tal artículo es ilegal pues viola los derechos de las mujeres no sólo a la tenencia, el uso y usufructo de la tierra y el territorio, sino a la libre elección de la pareja, del lugar en donde vivir, a libertad de tránsito, etcétera.

La exclusión de las mujeres a la propiedad o tenencia de la tierra (entendida en forma amplia como uso, usufructo y trasmisión de bienes) es una forma de violencia intrínsecamente relacionada con la exclusión de otros derechos que posibilitan la vida digna (a la alimentación, a la salud y a la participación política, entre otros). Esta exclusión es una flagrante violación de sus derechos, que refleja el carácter patriarcal del Estado nacional mexicano, que está organizado sobre parámetros que privilegian a los hombres sobre las mujeres, a los mestizos sobre los indígenas y a la propiedad privada sobre la colectiva.

De acuerdo con las investigaciones participativas realizadas por el Centro de Estudios Superiores de México y Centro América y el CDMCH entre 2010 y 2013 sobre el impacto de la crisis en la mujeres marginales de Chiapas, el acceso de la mujeres a la propiedad de la tierra, los reglamentos ejidales y estatutos comunales, encontramos que sólo el 22.8 por ciento de las personas titulares de la propiedad social a nivel estatal son mujeres, principalmente viudas, de edad avanzada, que en muchas ocasiones sólo son propietarias hasta que el hijo mayor o menor crece, según la costumbre. Estos datos coinciden con los del RAN, que reconoce además variaciones de región a región. En las zonas indígenas hay menos mujeres titulares: en los Altos representan menos del uno por ciento, mientras que en la región Tulija-tseltal-chol el porcentaje es de 14.7.

Al no ser titulares de la tierra, tampoco tienen la posibilidad de detener la enajenación de las tierras cuando los esposos deciden venderlas, rentarlas o incluso cederlas; tampoco pueden detener la privatización de la tierra, ni la aceptación de programas de reconversión productiva, ecoturisticos y otros cuya función es mercantilizar la tierra.

Otro elemento a resaltar es que tampoco se reconoce su aporte en la producción de alimentos para el consumo familiar y por consiguiente a la economía familiar y comunitaria. Aun cuando un alto porcentaje de mujeres abastece a su familia con alimentos que ellas producen (chayote, calabaza, frijol, cebolla, chile, etcétera), no pueden disponer de ellos. Recordamos lo que doña Crecencia refirió en un taller: “Levantamos la cosecha mi esposo, mis hijos y yo… cuando vendí un poco para comprar jabón y mi esposo se enojó, dijo ‘¿por qué vendes maíz que no es tuyo?, es mío’, pero él sí compra su zapato y él no ve mi trabajo en la milpa”.

Es significativo que por medio del trabajo del CDMCH las mujeres han ido reconociendo el derecho que tienen a la tierra y se han animado a cultivar y sentir como propia la parcela familiar y, al tener conciencia del riesgo de los despojos de tierras y cosechas, han sentido la necesidad urgente de luchar por el reconocimiento de la propiedad familiar como un medio de asegurar del sostén familiar o al menos un lugar donde vivir. Ya es importante para muchas recuperar el sentido familiar de la propiedad social eliminado con la reforma salinista del artículo 27 Constitucional.

*Este escrito representa el trabajo colectivo del Centro de Derechos de la Mujer de Chiapas (CMDCH).

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