a lucha de clases, como supuesto y postulado para el análisis sociopolítico, económico y hasta cultural ha sido casi expulsado no sólo de la crítica, sino del quehacer público cotidiano. En el México actual, donde los medios de comunicación y gran parte de la academia basculan en favor de la visión empresarial con su marcado énfasis financierista, tampoco se oye, estudia o publica cosa alguna que incida o tome en consideración este fenómeno de la realidad. Cuando algo aparece al respecto, de inmediato se le tacha de retrógrado, de anticuado e inservible. Pero la verdad es que, contra toda opinión dominante, el pleito entre los factores (capital y trabajo) continúa de forma por demás consistente y cruenta. Basta examinar algunos de los indicadores, especialmente los de alcance macro, para darse cuenta de quién, o quiénes van perdiendo la pelea. La conclusión es terminante: son los trabajadores los apaleados. Y lo son desde hace ya unas cuantas décadas, tres o cuatro según el país de que se trate.
Aquí, coincidiendo con el inicio de los opacos ochenta, cuando las élites adoptaron como guía y hasta verdad revelada el modelo neoliberal, se dio una marcada reversión de la anterior tendencia que, durante largo tiempo, favoreció la mejoría del factor trabajo sobre el capital. Durante el periodo posrevolución se había dado un constante incremento en los ingresos destinados al trabajo en detrimento del capital. A ello se debió el paulatino progreso que, durante décadas, se experimentó en México. El avance mostrado por los indicadores del bienestar y de la capilaridad social, durante esos años, aunque lento, fue constante. Pero llegó el momento de revertir la tendencia que priorizaba las ganancias del trabajo. La pérdida, a partir de aquellas funestas fechas (ochentas) ha sido tan despiadada como veloz. A partir de entonces, las ríspidas consecuencias negativas en la convivencia organizada son notables en cualquier aspecto que se examine. Ya sea en la cerrazón de las oportunidades o en la debilidad del mercado interno, sea en la endeble formación institucional o la titubeante gobernanza democrática las cortedades quedan exhibidas. Aunque también puede verse el nocivo efecto en la creciente inseguridad colectiva que ahora aqueja, en el enorme desempleo y subempleo, la nula esperanza de un futuro asequible y el deterioro en bienestar cotidiano de individuos y familias. Este cúmulo de males se enseñorea por la República como una plaga de la que no se ha podido salir. Sin embargo, debe afirmarse que el destino de los mexicanos no puede ni debe ajustarse a tan dañino patrón de resultados.
La regla actual apunta a un futuro similar al que se visualiza en varias naciones (casi todas). El poder establecido no desea ni trata de cambiar el modelo de acumulación desmedida. La concentración de la riqueza es patente y crece sin piedad ni continencia. El dominio de cariz conservador y de alcance mundial por cierto, se ha logrado imponer sobre todas las demás posiciones ideológicas contemporáneas. No hay resquicio de poder, por chico o grande que sea, que carezca de importancia para la aplicación de las reglas, ritos y acciones liberales. La contundencia de su fuerza, sin embargo, ofrece algunos resquicios por donde se han podido colar algunos intentos opositores. Los nocivos efectos, ya bien conocidos, han engendrado sus propios anticuerpos y, estos, van aumentando en densidad, capacidad de acción y grado de conciencia. Las parcelas humanas que ofrecen resistencia ya están ahí, insertas en el cuerpo social y, con cierta regularidad, aparecen para mostrar rutas diversas, caminos alternos para la liberación.
La visión conservadora, sin embargo, es todavía mayoritaria, aplastante. Impone sus terminantes condiciones por doquier. Sea en la globalización o sea en el manejo de toda la economía. Las así llamadas fundamentales (déficit presupuestal, inflación, aumento del PIB, deuda pública, reservas y otras) se presentan como insuperados medidores de la buena conducta y la eficiencia. La salud, pobreza, la vivienda, la marginalidad, la educación, el salario remunerador, la capilaridad, la tranquilidad o la sustentabilidad son, para el modelo imperante, simples renglones subordinados, asuntos sacrificables.
Hay, hoy en día y desde las atalayas del pensamiento neoliberal, una andanada que no se restringe al tradicional dominio del capital en la gestión de la producción, las finanzas o el comercio. Los componentes del estado de bienestar están ahora bajo la impaciente ambición empresarial. Son estas las enormes parcelas que pretenden ser absorbidas por aquellos que, supuestamente, las administrarán mejor. Supuestos que se rigen por unas las leyes del mercado nunca bien sustentadas. De ahí la imposición de las llamadas reformas estructurales que tanto se necesitan
. Todas ellas llevan la instrucción de fortificar la concentración del ingreso en unas cuantas manos. La oposición a tan enérgicos dictados, sin embargo, está ahí, inscrita en la misma raíz humana e igualitaria de los pueblos y se viene mostrando, con fuerza, en multitud de ocasiones. Lo que falta, todavía, es la acción en común que vuelva a situar la tendencia en favor de la ansiada equidad distributiva.