Mentir desde Los Pinos
Chayo, ¿Chapo?
Slim y Azcárraga: arreglos
Fortalecer cesarismo peñista
al tercer año (y meses) resucitó de entre Los Pinos (para que lo volvieran a matar). Le decían El Doctor, El más Loco o El Chayo, y en diciembre de 2010 fue declarado oficialmente muerto, según contundentes decla- raciones de quien entonces ocupaba Los Pinos –Feli- pe Calderón Hinojosa–, del vocero para asuntos de crimen organizado Alejandro Poiré y del secretario de seguridad pública Genaro García Luna (http://bit.ly/1gjFteP y http://bit.ly/1hYMvcr). Calculadamente jactancioso, Felipe Calderón sumó el nombre de Nazario Moreno al catálogo de muertos y detenidos que gustaba difundir por radio y televisión en espots macabros, y aseguró a la nación que el fundador, ideólogo y jefe máximo de La Familia había sido abatido en Apatzingán luego de una llamada anónima
que habría alertado respecto a una reunión masiva (cumbre festiva) en la que participaba quien construyó una presunta autodefensa popular (para enfrentar a Los Zetas) a la que inyectó un ingrediente único hasta ahora en el amplio mapa de las extravagancias del crimen organizado mexicano: la religiosidad adaptada de la Biblia a las características y necesidades propias del jale delincuencial.
Pero he ahí que el místico caudillo michoacano (se habla de Nazario, no de Felipe) seguía vivito y delinquiendo, aunque ahora a nombre de Los caballeros templarios (que se escindieron de La Familia y ahora son perseguidos por las autodefensas oficialistas que a su vez fueron creadas para defender al pueblo de los malos
, en una nefasta repetición de libretos salvíficos. Calderón, Poiré y García Luna tuvieron dos años más de ejercicio gubernamental para corregir el error, ofrecer disculpas a los mexicanos y dejar constancia de que El Chayo seguía vivo. Tampoco lo hicieron en los 15 meses que van de administración peñista, ni siquiera porque en semanas recientes arreciaron las versiones de que Nazario Moreno estaba con vida y muy activo. Del michoacanazo a la falsa muerte de El Chayo ha sido el trayecto mentiroso de Calderón tan sólo en su propia tierra natal.
Y sin embargo, anunciando que ahora sí fue muerto el que oficialmente lo estaba desde 2010, el supuesto resplandor de la verdad en tiempos de Peña no hace sino acrecentar paradójicamente la convicción generalizada de que los gobiernos dosifican, manipulan y mienten en estos y otros temas, por no decir todos (ayer, Calderón con El Chayo; ahora EPN con El Chapo). Saber que Calderón sostuvo como cierta durante años la versión de la muerte de Nazario Moreno fortalece el escepticismo colectivo respecto a otras versiones que de entrada han sonado fantasiosas, con cuerpos de capos supuestamente robados por sus compañeros después de enfrentamientos mortales, o no presentados ante instancias de confirmación creíble y a veces ni siquiera a la prensa sino a través de fotografías o boletines, obviamente, acomodados al interés gubernamental.
El episodio de El Chayo vuelto a matar (se habla de Nazario Moreno, no del embute a periodistas y a empresas periodísticas que el PRI ha hecho reverdecer con entusiasmo y que por eufemismo se denomina mediante apócope del fruto de la chayotera) agrega elementos de desconfianza a los hechos que con enjundia promueve mediáticamente la nueva administración de Los Pinos en espera de que el jefe empeñoso suba en puntos de popularidad. En especial hay una inextinguible reticencia a aceptar que la captura de Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, haya sido un triunfo de la inteligencia
policiaca, militar o marina de los mexicanos y que la detención o entrega esté exenta de arreglos y negociaciones e incluso, aun cuando no hay indicios firmes que sustenten esa especulación, hay segmentos de la sociedad convencidos de que ni siquiera ha sido el máximo capo nacional quien verdaderamente fue detenido en Mazatlán.
Esa incredulidad fuertemente alimentada por la conducta sinuosa de las propias autoridades rodea el caso de las resoluciones tomadas en materia de telecomunicaciones y radiodifusión, que afectan respectivamente a los grupos empresariales dirigidos por Carlos Slim y Emilio Azcárraga. Vistas en términos fríos, las determinaciones dadas a conocer por el Instituto Federal de Telecomunicaciones (Ifetel) son positivas y deberían permitir el asomo de un poco de esperanza en el atribulado y sombrío panorama nacional. Por ejemplo, Telmex peleó largamente para impedir que sus competidores pudieran utilizar en términos tarifarios justos la infraestructura nacional que ahora estará disponible de manera obligatoria e incluso a precios que la autoridad impondrá si los contratantes no se ponen de acuerdo. Y Televisa deberá moderar sus políticas, actitudes y privilegios para dar paso no solamente a una competencia hasta ahora circunscrita a Televisión Azteca sino, además, para ofrecer servicios no discriminatorios, con tarifas públicamente conocidas y sin el ánimo cesarista que hasta ahora ha mantenido.
Pero, aunque se dieran ciertos jaloneos procesales y acaso escenográficos (Televisa advirtió que estudiará las posibilidades de entablar litigio contra los puntos que le parezcan injustos), ni Slim ni mucho menos Azcárraga entrarán en conflicto verdadero con Los Pinos. De hecho, con toda oportunidad habían fijado ambos personajes sus posturas de aceptación de los golpes
por venir, que estaban absolutamente anunciados. Y aun cuando los términos de operación de sus negocios sufran cambios que en lo inmediato produzcan pérdidas (Televisa perdió algunos miles de millones de pesos en la bolsa de valores al conocerse las nuevas disposiciones), el esquema general de protección y de privilegios fiscales sigue vigente en tanto estos beneficiarios históricos del sistema priísta clásico reasuman su antigua posición de subordinados políticos, contribuyentes electorales y auxiliares mediáticos y tecnológicos. En el fondo, lo que hay es un apretón más de tuercas en el proceso de reconstitución del autoritarismo presidencial que permita al priísmo desarrollar con los controles en la mano el proyecto de estancia prolongada en el poder. ¡Hasta mañana!
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