Opinión
Ver día anteriorDomingo 9 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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No sólo de Pan...

De la demanda y la oferta

E

n la anterior entrega de esta columna escribí: ¿por qué ayudar a enriquecer a los dueños de (diversas agroindustrias chatarra) en vez de comer nuestra comida tradicional y a la vez contribuir a salvar el campo mexicano? Puesto que la demanda crea la oferta, como lo demuestra el gasto millonario que se hace en publicidad… El maestro emérito, antropólogo Francisco Javier Guerrero, me llamó al orden teórico recordándome que el juego de la oferta y la demanda es parte del proceso capitalista de producción cuya finalidad es la ganancia, independientemente de las mercancías que se produzcan y ofrezcan o de las necesidades sociales que aquéllas satisfagan. Agradecí su observación y me puse a reflexionar más profundamente sobre mi propuesta: demandar masivamente los insumos de nuestras cocinas tradicionales por el placer de degustarlas y por motivos de salud, haciendo crecer la producción de las milpas libres de agrotóxicos y contribuyendo a la ganancia de los pequeños productores cuyos saberes están en vías de desaparición, como el inicio de un círculo virtuoso...

No me creo en condiciones de sustentar teóricamente lo revolucionario (o no) de esta llamada pública, porque tal vez el círculo sería más bien una espiral que llevaría a una regresión histórica, al resucitar un tipo de producción que fuera obstáculo del capital, o bien aparecería como una aberración pretender combatir el neoliberalismo favoreciendo la acumulación de capital entre los cultivadores de milpas, quienes terminarían por quedar inmersos en este proceso, con independencia de las mercancías producidas, al ser subsumidos por la lógica de la producción que rige entre otros la comida chatarra.

Queda en mi propuesta la intención de suponer viable la correspondencia constante entre la necesidad social de alimentos, solvente y no solvente, y el trabajo socialmente necesario para producirlos, de tal modo que los alimentos mexicanos básicos fuesen vendidos en el mercado por su valor comercial, sin permitir las perversas fluctuaciones de los precios... ¡Quién sabe –que lo digan los expertos– si esta fórmula fuese realizable y permitiera nuestra soberanía alimentaria!

Insisto en ello porque la producción del campo, para los mexicanos, no sólo es un asunto de (idealmente) llenarnos el estómago tres veces al día, sino de hacerlo precedidos los bocados de procesos tangibles, visuales, olfativos y gustosos (de gustativo y de gusto) con las emociones sucesivas que proporcionan la memoria vinculada a los sabores y la previsión del placer de los comensales.

Cuando ocho manos de mujeres inteligentes amasan el nixtamal formando sobre una mesa un círculo blanco, que recubren de una capa de frijol quebrado en metate y, con la agilidad de un dedo, cada una corta un triángulo que enseguida enrolla a dos manos y va partiendo el cilindro para formar pequeños molotes bicolores y puntiagudos que va metiendo en hojas de maíz con la técnica del envoltorio de ombligo, y cada una persigna con el primer tamalito la boca de la tamalera humeante, mientras van contando cómo es la tradición y hasta qué punto temen se pierda en las nuevas generaciones, realizan un acto de sabiduría y de amor. Amor hacia los productores del maíz y el frijol, y de los chiles, tomates, pepitas de calabaza y yerbas aromáticas con que hacen la salsa de acompañamiento de estos increíbles tamalitos en Santa Cruz Meyehualco, Distrito Federal. Amor por los hombres silenciosos que asienten con la cabeza cuando ellas dicen que este platillo es imposible de hacerse con productos de la agroindustria. Amor hacia la nueva generación cuyo gusto por la tradición se esfuerzan por generar para combatir las adicciones gustativas por los químicos, como ellas mismas califican a la comida chatarra. Amor por la naturaleza que evocan durante todo el proceso con un antes nostálgico sobre el acceso a plantas, animales, agua y buenas tierras hoy de difícil acceso. Amor y respeto entre ellas, manifiestos en las charlas afectuosas que acompañan la labor colectiva.

Pero éste es sólo un ejemplo entre los cientos de miles de actos de amor que ya desaparecieron, abolidos por un sistema económico y político basado en la ganancia individual arrancada al trabajo ajeno. ¿Dejaremos que esto siga sucediendo hasta que en el colmo del proceso de acumulación, expresado en los arsenales nucleares, se termine por un error con el Planeta y la humanidad? ¿O seguiremos buscando las formas de resistir, con nuestros medios, como son las menospreciadas costumbres ancestrales y la fuerza de una identidad asimilada a la terquedad indomable del indígena (que no indio ¡por favor!), abrevando en nuestros orígenes las virtudes de la democracia comunitaria y de la ética social que fueron reivindicadas y son ejercidas en una parte al sur de nuestro territorio. ¿Es acaso fatal el proceso neoliberal hasta el fin real, no figurado, del mundo? ¿O existe esperanza? A cada quien sus convicciones y su acción consecuente.