uchos echamos de menos las antiguas carteleras teatrales que nos daban información correcta de lo que se hacía en los escenarios y, desde luego, los críticos (hablo de los que nos tomamos en serio nuestra profesión, no de los muchos que aparecen en Internet sin tener idea de lo que se trata y escriben sin ton ni son de cualquier cosa) y me refiero en plural porque mi caso se hermana con el de una muy seria colega y me imagino que con algunos otros, esperamos ser invitados a las escenificaciones importantes, lo que no siempre sucede así, porque los productores privados nos ignoran y en cambio acogen a los que todo lo elogian. Así ha ocurrido con Los corderos de Daniel Veronese, estrenada en la Sala Chopin sin que muchos lo supiéramos y en la que se finca la publicidad en el regreso al teatro de Nailea Norvind, sin incidir en la importancia del autor y director y el extraordinario trabajo de Alejandro Calva. Dicho esto sin menoscabo de Norvind. Afortunadamente, la Secretaría de Cultura del Distrito Federal la ha acogido en el teatro Benito Juárez e informa e invita a la crítica especializada. Por cierto ese teatro se llena, posiblemente con seguidores de Veronese o en todo caso por jóvenes que desde ahora lo serán.
Daniel Veronese, a pesar de ser un autor y director con un estilo muy personal, sorprende cada vez que llega a nuestros escenarios. Toca, siempre sin guantes, a una sociedad en descomposición y dirige una irónica mirada a la familia convencional, tema de obras muy realistas, que él subvierte con su irónica mirada, incluso en piezas ajenas, tal sería el caso de El tío Vania de Antón Chejov, la primera que pudimos conocer del premiado teatrista argentino en México y en la que la incorporación de algunos elementos, como diálogos de Las criadas de Jean Genet subrayaban la anormalidad de la relación familiar. La larga espera de un personaje en Mujeres que soñaban caballos que se vuelve violencia y en Los corderos, esa indagación sobre los lazos familiares se convierte en chispeante y desaforado montaje en el que cinco personajes están involucrados. La escenografía del propio autor y director, responsable también de iluminación y vestuario, es la misma que en sus escenificaciones anteriores. Un pequeño cuarto sin techo (que permite en dado caso que Alejandro Calva se cuelgue del filo superior de una pared), comunica por una puerta con un interior que no vemos, y en esta ocasión la ventanita semicircular que comunica los espacios queda cerrada. A la izquierda del espectador una muy obviamente falsa puerta practicable y en la habitación una cama, un buró y un tosco banquito son el escenario en que se dará la acción.
La posibilidad de que el secuestro de Gómez (Arturo Barba) sea el hilo de la obra pronto se desvanece. El hombre fue secuestrado por Berta (Nailea Norvind) para vengar un abandono, pero la historia luego se vuelca hacia otro enigma, la edad de la hija (Andrea Guerrero) que lleva a un inesperado final, con el concurso de un vecino (Carlos Valencia) –que de servicial pasa a entrometido–, no sin antes suscitar grandes pleitos entre la mujer y su marido Toño (Alejandro Calva) por un asunto de celos retrospectivos.
La obra y su escenificación resultan deliberadamente grotescos. Los diálogos devienen en un vocerío con los actores hablando, más bien gritando, al mismo tiempo en algún momento. Los reproches son lanzados como aguijones por Berta, trepada en la cama, y hacen que Toño busque huir de las maneras más absurdas, ya sea aferrándose al filo de una pared, ya sea enredándose en la puerta practicable. El caos se aumenta por los intentos del entrometido vecino de pasar a la casa, acción en que es siempre rechazado. Toño emite una serie de ruidos extraños, mitad gruñidos, mitad gargarismos sin que haya más justificación que una especie de locura que se ha apoderado de la mayoría de los personajes y en particular de él. Esperemos que la Secretaría de Cultura del Distrito Federal siga ofreciendo a autores y escenificaciones igualmente importantes.