l golpe dado por la Marina y la DEA al capturar vivo al célebre Chapo Guzmán se convirtió al instante en un hecho mediático y político de enormes repercusiones. Sin embargo, sería una ingenuidad suponer que estamos ante el preludio de la declinación del negocio del narcotráfico o en un punto de quiebre de la violencia criminal que sacude al país, pues como se ha repetido en todos los tonos, mientras exista la demanda global de tales mercancías ilícitas se multiplicarán los encargados de satisfacerla, sin importar cuántos jefes caigan en esa guerra ciega y brutal. Hoy se reconoce que el Estado cumplió con su tarea, aunque las relaciones con las agencias estadunidenses, y las estrategias a seguir en cuanto a la posible extradición del delincuente, nos remiten a un territorio opaco, cargado de incertidumbre y de nuevos peligros, que la ciudadanía debería conocer y enfrentar. El Chapo es uno de los últimos herederos de la saga criminal que llevó a Sinaloa a convertirse en un referente universal del modo como a partir de sus modestos orígenes rurales las bandas serían capaces de adaptarse, bajo el signo de la violencia, a los códigos de la empresa global, a las exigencias de un mercado en expansión, creando los personajes a la medida que tanta admiración despiertan en algunos críticos, fascinados por las historias de éxito empresarial como la del emprendedor de Las Tunas, Badiraguato, registradas por Forbes. Se nos olvida con frecuencia hasta qué punto esa trayectoria es impensable al margen de los cambios ocurridos en la realidad nacional, sin considerar las formas políticas y los cauces legales que formalizaron la acción constitucional.
De algún modo, El Chapo o El Mayo Zambada –escribí en otro lugar– son los herederos directos de los cultivadores que en los años 40, con la venia de los gobiernos de Estados Unidos y México, extendieron las siembras de amapola a la Sierra Madre Occidental (iniciados en los años 20 por los emigrantes chinos, que más adelante serían sacrificados primero por la histeria xenofóbica de Obregón y luego de Calles) con el fin de atender la escasez de morfina creada por la Segunda Guerra Mundial. Hoy nos sorprenden la ostentación de la riqueza de algunos narcos, su rústico mal gusto, pero la exhibición de dichas fortunas aparece como muestra de otra posibilidad de enriquecimiento frente a la voracidad escandalosa de los grandes terratenientes auspiciados y protegidos por las políticas de modernización agrícola impulsadas desde tiempos de Miguel Alemán y defendidas a capa y espada por los gobiernos locales que en definitiva los representan. A la hora de la acumulación primitiva, los gomeros forman una sociedad secreta, atada por mil vínculos al campo gracias al cultivo de la amapola y la mariguana, pero también a la explotación legalona de ranchos agrícolas y ganaderos comprados con dinero ilícito, cuya existencia, más allá de sus potencialidades productivas, materializa el ideal del latifundista con el que tal vez sueñe el campesino empobrecido por la ruina del ejido, cuyo destino fatal es el precarismo urbano, la emigración al otro lado o el ingreso al mundo paralelo del tráfico, al que se engancha siguiendo los viejos códigos de lealtad, sin temor alguno por la violencia, que pasa a ser su forma de ser y estar en la vida… mientras dure. Son hijos naturales de la corrupción, que en cierta forma los alienta y justifica vicariamente.
Cuando miramos a El Chapo desfilar rendido ante el Estado, acogotado por un infante de Marina que lo arrastra al helicóptero, cómo no recordar que este asunto tiene una larga historia y, en rigor, no hay nada realmente nuevo: que ya en los años 70, Sinaloa es la capital de ese poder paralelo, oculto, ilegal, pero imbricado por la corrupción con las autoridades locales y federales, que le otorgan la impunidad necesaria para crecer y fortalecerse. No parece ser un misterio que fue durante el gobierno de Leopoldo Sánchez Celis, entre 1963 y 1969, cuando surgió abiertamente en Sinaloa el tráfico de drogas
, según acusó Enrique Peña Bátiz, al recordar cómo el gobernador empezó a rodearse de pistoleros y la violencia se extendió. Fue la época en que se inició Miguel Ángel Félix Gallardo, a quien Sánchez Celis hizo su ahijado: lo apadrinó en su boda. Años más tarde, Félix Gallardo apadrinó a su vez la boda del hijo menor de Sánchez Celis, Rodolfo Sánchez Duarte
(Jesús J. Guerra, El Diario de Los Mochis, 27 de marzo de 2011).
A partir de entonces, la adopción de la equivocada estrategia estadunidense contra las drogas, en combinación con el estado de corrupcion de las agencias mexicanas, fue creando las condiciones para la multiplicación del fenómeno delictivo, anclado en la impunidad que le otorga la inexistencia de un verdadero estado de derecho. Los grupos delicuenciales pasaron con éxito la prueba de la internalización y demostraron saber aprovechar a la perfección las ventajas geográficas para construir un imperio fuera de la ley mediante al tráfico de opio, mariguana, cocaína, anfetaminas, que a su vez los convirtió en un poder economico y financiero global clavado en el costado de la modernizacion nacional. Sin embargo, esta es la hora en que, luego de tantos jefes mafiosos muertos o aprehendidos, de tantas y tantas víctimas irrecuperables, ignoramos lo fundamental en cuanto a la integración de la delincuencia organizada con las instituciones politicas y económicas que, en definitiva, les garantizan la impunidad. Vivimos sujetos a múltiples formas de violencia que se saltan las trancas de las más minimas consideraciones humanas, por no hablar de la inutilidad de la ley, atrapada en esa ficción que llamamos estado de derecho
. Hoy, con la captura de El Chapo Guzmán salta la necesidad de comprender y desarticular (si esa es la palabra) las vinculaciones de la delincuencia con el poder y la administración, pero también descubrir cuál es el peso del dinero negro en la iniciativa privada. Pero eso exige una transformación a fondo del régimen, de las instituciones, de la moral pública. De otro modo, la falta de perspectivas en la que se debaten millones de mexicanos seguirá alimentando el camino desesperado de la violencia. El Chapo era un mito, sin duda. Pero los mitos no son inocuos.