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Simón Rodríguez (1769-1854): un maestro de auténtica excelencia académica
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escribiendo la infame situación en la que se encuentra, el maestro se dirige al discípulo que ya se ha cubierto de gloria, diciéndole: En buenos trapos me veo al fin de mi vida, por haberme metido a servir al público sin armas (30 de septiembre de 1827).

En nuestros días, cuando en varios países la espada de Bolívar vuelve a recorrer los caminos de América Latina, la magna causa de don Simón Rodríguez, la educación, continúa siendo una asignatura pendiente. ¿Qué entendemos por educación?

Para algunos está claro: que el Banco Mundial dicte las normas. Para otros, las palabras de don Simón siguen vigentes: “O inventamos, o estamos perdidos… La América no debe imitar servilmente, sino ser original… ¿Dónde iremos a buscar modelos? Somos independientes, pero no libres, dueños del suelo, pero no de nosotros mismos. Abramos la historia: y por lo que aún no está escrito, lea cada uno en su memoria”.

En un ensayo sobre la vida de Simón Bolívar, el crítico alemán Adalbert Dessau (1928-1984) se detiene en la de su maestro, observando que si bien a la hora de la Ilustración no hubo en América grandes pensadores, surgieron grandes ejecutores de las ideas ilustradas. Y uno de ellos fue Simón Rodríguez, “…uno de los pedagogos más prominentes de la época”.

Nacido y criado como expósito en Caracas, Rodríguez entró a los 21 años al servicio de Feliciano Palacios Sojo (poderoso integrante del patriciado mantuano), donde ofició de amanuense y preceptor de un nieto de nueve años que había en la familia: Simón Bolívar. Desde el primer contacto, maestro y discípulo establecieron fuerte comunicación y afecto.

Lector de cuanta novedad literaria de la vieja Europa caía en sus manos, Rodríguez nutrió su mente con las doctrinas de los enciclopedistas franceses y las enseñanzas de la antigüedad clásica. En particular, Emilio o la educación, de Jean Jacques Rousseau, aunque mucho más del Robinson Crusoe de Daniel Defoe.

Involucrado durante la primera conspiración de los venezolanos contra la corona española (1796), Rodríguez fue encarcelado y, tras ser liberado, partió con rumbo a Jamaica y Baltimore, donde trabajó de imprentero y adoptó el seudónimo de Robinson. Sería el inicio de un largo e incesante peregrinar por el mundo, sin residir en lugar alguno por más dos o tres años.

En 1804, en París, Simón Robinson retomó contacto con su discípulo. Ambos asistieron a la coronación de Napoleón, y un año después el Monte Sacro, colina que los romanos identifican como símbolo de rebeldía y de lucha por el derecho a la libertad, registra el famoso juramento en el que Bolívar promete liberar América del colonialismo español.

Tres años después se despidieron. Sin rumbo fijo, el maestro peregrinó por Alemania, Prusia, Polonia y Rusia, para regresar a París y viajar finalmente a Londres. Por donde iba, Simón Rodríguez vivía de la fabricación de cerillas, velas de sebo, jabón y alambiques para destilar aguardiente, así como la realización de labores agrícolas.

En las localidades que visitaba, Rodríguez empezaba bien y terminaba mal: predicaba las virtudes del hombre libre de toda atadura y la perfectibilidad del género humano atacando en su sistema educativo las digresiones religiosas y morales del puritanismo.

Invitado por el Libertador, el maestro regresó a América a inicios de 1825, luego de las victorias que en Junín y Ayacucho sellaron la liberación del continente. Las nuevas repúblicas y el nuevo orden republicano lo esperaban. Pero en Chuquisaca (Bolivia) los notables concluyeron que el maestro no era más que un sátiro que ha venido a corromper la moral de la juventud.

En Las caras y las máscaras (tomo II de Las memorias del fuego), Eduardo Galeano le dedicó varios comentarios: “En las aulas no se escucha catecismo, ni latines de sacristía, ni reglas de gramática, sino un estrépito de sierras y martillos insoportables a los oídos de frailes y leguleyos educados en el asco al trabajo manual… en la escuela de don Simón, niños y niñas se sientan juntos, todos pegoteados y, para colmo, estudian jugando”.

En las siguientes tres décadas, don Simón viajó por Perú, Chile, Ecuador y Colombia, dejando flamígera indignación entre los enemigos de la libertad, y el cálido agradecimiento de sus discípulos, que apoyaban sus ideas de igualitarismo social y simplificación de la retorcida habla española.

Les decía: “Para hacer la república es menester gente nueva… y la renovación de los pueblos americanos sólo se conseguirá por medio de la educación”.

Simón Rodríguez terminó sus días en Amotape, pequeña aldea del norte de Perú. Allí un cura del que se había hecho amigo trató de convencerlo para que la oveja volviera al rebaño.

–Aún tienes tiempo, hijo mío…

–Mi tiempo ha terminado, padre. Me voy con mi discípulo, que ahora es mi maestro.

Creyendo que don Simón deliraba, el cura observó:

–Ya ves... ¡Él viene a tu encuentro!

–¡Él está allí, padre! ¡Él me vino a buscar!

–¿Quién? –preguntó el cura…

–Yo sabía que él iba a venir. ¡Lo estaba esperando!

–¿Quién? –insistió el cura…

–¡Bolívar, padre! ¡Es Bolívar que viene por mí!