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a Constitución de 1917 ha sido destruida en sus esencias
, escribió Adolfo Gilly hace dos meses. Hoy México es un país sin ley
( La Jornada, 13/12/13).
Tiene razón. Necesitamos tomar en serio su diagnóstico y aquilatar sus consecuencias.
La sacudida reciente ha permitido apreciar la medida en que vivimos sin cobijo constitucional. Nuestro pacto social llegó maltrecho a 1982, pero todavía estaba ahí. A partir de ese año empezó un desmantelamiento sistemático del régimen jurídico e institucional heredado de la revolución. Casi nada queda de él y no hay otro en su lugar.
La importancia real y simbólica de Petróleos Mexicanos explica la reacción actual, pero no la justifica. El pacto de 1917 se construyó en torno a la tierra, por el carácter mismo de la revolución. Ese pacto fue destruido en 1992, no ahora, a fin de dar concesiones a 50 años sobre la tercera parte del territorio y poner bajo control privado buena parte de lo demás. Anular las reformas recientes no resolvería el problema y hasta podría ser contraproducente: crearía la ilusión de que nuestra democracia funciona, que el pueblo puede hacer oír su voz y que no hacen falta mayores cambios. Sería un retroceso abrumador.
Tampoco bastaría devolver coherencia a la Constitución, desgarrada por más de 500 cambios que sucesivos presidentes introdujeron en ella. El pacto social de 1917 no recoge ya nuestras realidades y aspiraciones. Basta considerar la cuestión india para reconocer que necesitamos un nuevo pacto.
Para darle forma no podemos apegarnos a los usos y costumbres que han prevalecido desde que nacimos como nación independiente, hace casi 200 años. Pactos y constituciones han sido la obra de asambleas de notables que nunca reflejaron el ánimo popular, aunque algunas lo intentaron seriamente. Tras la primera de ellas, en 1824, los llamados padres de la patria
dieron a conocer su criatura con una frase insoportable: En todos nuestros pasos nos hemos propuesto por modelo la república feliz de los Estados-Unidos del Norte
. Las élites nunca abandonaron esa obsesión. Caracteriza, en particular, a las que Luis González y González llamó minorías rectoras
. Cada quince años
, decía don Luis, se instala en la rectoría de México un puñado de personas (políticos, intelectuales, empresarios y sacerdotes) que son las que principalmente parten el pan, planean y disponen el camino a seguir
. Quienes Monsiváis llamaba los primeros norteamericanos nacidos en México
, los que nacieron entre nosotros pero tienen cabeza, corazón e intereses en otro lado, son los notables
de hoy, quienes hacen y deshacen pactos y constituciones…
Ni asambleas de notables ni minorías rectoras. No lo soportamos más. Reconozcamos que es el propio régimen de representación el que está en crisis, aquí y en todas partes. Que ha llegado al fin el momento de ciudadanos y ciudadanas de a pie, de los hombres y mujeres ordinarios que abajo resisten y defienden lo que queda del país. Sólo ellos y ellas pueden dar forma a un pacto que recoja nuestras realidades y aspiraciones. Para que lo hagan necesitamos una muy otra organización, de la que no podría ocuparse ninguna unidad de las izquierdas
, sea lo que sea lo que aún llamamos con ese nombre.
El nuevo pacto, además, necesita otro aliento. Como dijo don Pablo González Casanova hace un par de años, un cambio social y político es inevitable en México y en el mundo
. Hace falta, subrayó, profundizar en una política revolucionaria que asegure el éxito de otros modos de producción y acumulación que se vinculen en una nueva relación con la naturaleza y la vida.
Nada más, pero nada menos.
Este desafío, que da un carácter claramente anticapitalista a la lucha actual, tiene sentido de urgencia. Se cocina apresuradamente una tapadera del vacío constitucional y legal en que estamos. El acuerdo impulsado por las corporaciones trasnacionales, que el gobierno mexicano está ansioso por firmar, somete los ámbitos nacionales a normas que establecen legalmente el reinado despótico de las corporaciones privadas. En vez de nuestras propias normas, de un pacto social propio, quedaríamos gobernados por las que respaldarían la ocupación y usufructo de nuestro territorio por esas corporaciones.
Apelaré una vez más a Lassalle. Los asuntos constitucionales no son asuntos de derecho, sino de poder. Y el poder no es una cosa que se encuentre en alguna parte, que unos tengan y otros no. Es una relación. De nosotros depende cuál relación queremos establecer: la que nos ata a ilusiones de representación y sueños electorales, o la que nos articula con los otros y las otras que formamos el país real y hemos decidido recuperar el control de nuestras propias vidas y territorios.