l presidente Enrique Peña Nieto viaja de nuevo. Parecería que quiere emular a Adolfo López Mateos, a quien, dicen, admira sinceramente. ¿Hasta dónde quiere seguir sus pasos? Él viajaba mucho, pero en esa época de la economía cerrada sus objetivos eran distintos a los del Presidente hoy, que ha dicho, como lo dijo el presidente Echeverría, que lo hace para promover las exportaciones y, añade, la inversión extranjera. Las giras internacionales de López Mateos buscaban fortalecer la capacidad de influencia de México en el escenario internacional, que era también una manera de hacerse fuerte en relación con Estados Unidos. En los años 50 el gobierno mexicano todavía podía jugar a la independencia diplomática, mantenerse en apariencia equidistante del bloque socialista y del bloque occidental, salvo en una situación de crisis como la de octubre de 1962. Sin embargo, hoy parece más difícil seguir ese camino, porque en 1994 decidimos seguir la vía de la integración a Estados Unidos, y así se redujeron nuestras opciones. Creo que era inevitable, siendo el sistema internacional lo que es, dominado por una superpotencia que es nada menos que nuestro vecino inmediato.
En esta ocasión Enrique Peña Nieto voló a la ciudad de La Habana para asistir a la cima de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac). La verdad es que en las fotos que ha publicado la prensa se le ve muy contento. Allá, lejos de Apatzingán y de las presiones de una izquierda que no acaba de organizarse, y de una derecha que no acaba de desorganizarse, el Presidente se mueve a sus anchas, más a gusto aquí, en cálidas tierras tropicales, que en Davos. Se le ve en confianza, como si estuviera con sus abuelitos: bromea con Raúl Castro y abraza y condecora a José Mujica, el presidente de Uruguay. El contraste de sus actitudes en una y otra ciudad llama la atención, sobre todo porque más habrá de atender a lo que escuchó en Davos que a las propuestas de integración latinoamericana que hizo Raúl Castro.
A nadie se le ocurre pensar que la asistencia de Peña Nieto a esta reunión va a modificar su política hacia Estados Unidos; para nosotros el mensaje cubano llega tarde. En la dinámica de la integración al norte, no hay espacio para un proyecto latinoamericano que además se propone para enfrentar a nuestro socio, Estados Unidos. La presencia mexicana en La Habana, entonces, tiene un significado diferente al que podría atribuírsele si estuviéramos pensando cambiar de rumbo y buscar soluciones a nuestros problemas en el sur del continente. La visita debe ser vista como una operación de salvamento contra las pifias de los gobiernos panistas. Ciertamente, el presidente Felipe Calderón, en su momento, tomó iniciativas más o menos eficaces en esa dirección; sin embargo, entre los cubanos la experiencia con el PAN en la Presidencia en México dejó un sabor amargo, que los priístas esperan disolver, pero no será fácil.
El gobierno está apostando a la diplomacia personalizada, la cual no está exenta de riesgos, porque igual se simpatizan los jefes de Estado que se irritan mutuamente, y perjudican más que favorecen la relación entre los dos países: Adolfo Ruiz Cortines prefería darle la vuelta a Ike Einsehower, que nunca entendió por qué, si todo el mundo lo quería; el presidente José López Portillo encontraba insoportable a Jimmy Carter; y a George W. Bush Vicente Fox lo entusiasmó primero, pero luego, cuando comprobó su ineficacia, empezó a tratarlo con una displicencia –por no decir majadería– que hasta a mí me dolía.
En todo el mundo se sigue creyendo que nada sustituye el apretón de manos y la conversación cara a cara entre presidentes, primeros ministros y monarcas, que son oportunidades para que dialoguen y se amisten. Es posible, porque esos encuentros generan el espejismo de la igualdad entre los países cuyos líderes aparecen todos en la misma foto, como si fueran también iguales; el problema aparece, como en la noche de bodas, cuando se cierra la puerta y se quedan solos.