a inminente ejecución del mexicano Édgar Tamayo Arias, sentenciado por el asesinato de un policía en enero de 1994, suscitó ayer nuevas muestras de oposición y condena en el ámbito nacional e internacional. Al exhorto de la Casa Blanca para que el gobernador de Texas, Rick Perry, aplace la consumación de la pena capital se sumaron expresiones como la de la organización Human Rights Watch, en el sentido de que el caso constituye una aberración
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En tanto, la defensa inició un nuevo intento de conmutar, o cuando menos postergar, la ejecución de Tamayo, quien padece una discapacidad mental y careció de asistencia consular al momento de su detención. Tales argumentos, sin embargo, fueron desestimados ayer mismo por las instancias judiciales correspondientes. Así, las instituciones de justicia texanas se preparan para perpetrar un enésimo asesinato judicial a contrapelo de las peticiones de organismos humanitarios, del gobierno de Estados Unidos y las autoridades mexicanas, y a contracorriente de las consideraciones humanitarias más elementales.
Con independencia de la culpabilidad o inocencia de Tamayo y de otros sentenciados a muerte, la pena capital constituye un castigo abominable, bárbaro, inhumano e irreparable por definición, que no sólo pone en evidencia el fracaso de los mecanismos de impartición de justicia en los países donde se practica, sino que representa una renuncia de la autoridad al sentido de rehabilitación y reinserción social de los delincuentes y supone el riesgo de que el Estado termine por asesinar a personas inocentes. Podría ser el caso de Tamayo Arias, a la vista de los graves desaseos procesales cometidos en su juicio.
La persistencia de la pena de muerte en Estados Unidos expresa, además, el racismo y la discriminación estructurales en el sistema de justicia de ese país: no es casual que la mayoría de dichas sentencias en esa nación se dicten en contra de integrantes de minorías, principalmente negros e hispanos. Por lo demás, como se documenta en el expediente del Caso Avena, que fue presentado por México ante la Corte Internacional de Justicia, entre los casos de mexicanos condenados a muerte en Estados Unidos prevalecen numerosas irregularidades, como la negativa a brindar asistencia consular y a proporcionar intérpretes para los acusados que no hablan inglés; la imputación de cargos a enfermos mentales –es decir, a individuos jurídicamente inimputables– e incluso el procesamiento de personas que han sido secuestradas en territorio mexicano por cazarrecompensas, en flagrante violación a la legalidad internacional.
La pena de muerte dictada contra Tamayo Arias se ha vuelto un caso ilustrativo de la arbitrariedad con que ese castigo se aplica en Estados Unidos, pero también de la indolencia de las autoridades mexicanas, que han mostrado un desempeño errático y tardío y han reaccionado con tibieza ante la persistencia de ejecuciones de mexicanos.
Es inevitable contrastar esa actitud con las reacciones de las metrópolis occidentales en los casos en que sus ciudadanos se han visto involucrados en episodios de violaciones procesales por sistemas de justicia foráneos, incluso sin que esos episodios hayan derivado en condenas a muerte. Un ejemplo claro es la presión injerencista realizada por el gobierno francés para lograr la liberación de la ciudadana francesa Florence Cassez, sentenciada en nuestro país por secuestro.
Sin llegar al extremo de inmiscuirse indebidamente en la soberanía y la institucionalidad de Estados Unidos, sería deseable y necesario que las autoridades de nuestro país elevaran la presión política y diplomática como una medida de elemental protección a la vida de los millones de ciudadanos mexicanos que viven allá, con independencia de su situación jurídica.