Sábado 18 de enero de 2014, p. a16
La felicidad también se llama rocanrol.
Un ejército de camarógrafos capta en close up el éxtasis de más de 100 mil personas que presenciaron un acontecimiento que resiste una aseveración tan temeraria como demostrable: el mejor concierto en la historia de los Rolling Stones, capturado en el filme Sweet Summer Sun. Hyde Park Live, del cineasta Paul Dugdale, ocurrió durante dos noches del verano pasado en Londres, en lo que constituye la celebración idónea del medio siglo de la más grande banda de rock.
Este filme, que esplende en los estantes de novedades discográficas, compendia en dos horas, más los consabidos bonus tracks, las razones con las que es posible sostener el aserto del párrafo anterior.
Es el mejor concierto en el medio siglo stoniano por el muy elevado nivel de calidad musical que logró el trabuco, aumentado con Mick Taylor además de los espléndidos músicos de respaldo vocal e instrumental.
Todos, sin excepción, dieron todo. Todos, sin menoscabo, aspiraron a lo mejor en sus vidas y lo lograron.
Los adelantos tecnológicos permiten, también, disfrutar la nitidez de sonido que disfrutaron quienes estuvieron esas noches en Londres, pues la versión en Blue-ray Disc contiene la más alta definición en imagen y sonido posibles a la fecha, de manera que el espectador en la sala de la casa está más que virtualmente saltando y bailando y cantando con Sus Satanísimas Majestades en el mismísimo Hyde Park.
Es tal la nitidez de sonido que los altavoces en casa parecieran extensiones directas de los monitores de cada uno de los músicos en escena. Los exquisitos riffs de Keith Richards, las inspiradísimas improvisaciones de Ronnie Wood.
Vemos con realismo impresionante, escuchamos y delimitamos, en impactantes tomas sky camp, al impecable Charlie Watts en su Walhalla: su sistema de tarolas, tambores, platillos de metales wagnerianos y sus finas baquetas cual batutas, desde un plano zenital en picada.
El reino entero es de Mick Jagger, Su Esbeltísima Majestad, que a sus 70 años de edad se sigue clavando el fálico micrófono inhalámbrico en el pubis, para salir saltando cual gacela-mariposa-ninfa-elfo-querubín-serafín-seráfico y alegre, los incontables metros de la pasarela diseñada para su muy personal y olímpico lucimiento, para su portentosa manera de cantar y bailar, como nadie más lo puede hacer en el planeta, para emitir agudos y elevar y sostener notas dificilérrimas que su colega, el eminente melodista vegetariano don Polma Carne, envidia. Suyo es el reino. Suya la gloria. Suyo el seráfico averno cuando los Stones ponen en escena, por vez enésima, incontable y siempre la primera vez, esa ceremonia titulada Sympathy for the Devil.
Siempre la primera vez. Los Stones llevan medio siglo haciendo lo mismo en escena: estallar, implotar, hacer volar en mil pedazos las vísceras, el alma, el intestino, el corazón de multitudes que escuchan siempre por primera vez las mismas viejas canciones que suenan siempre nuevas y que no son nada, son sólo rocanrol, pero nos gusta, nos fascina, nos encanta.
Sweet Summer Sun, dice Keith Richards, con su feliz panza chelera (al contrario de las otras tres Esbeltísimas Majestades: Ronnie, Mick y Charlie) significa cerrar un círculo, abierto el 5 de julio de 1969, en un festival donde estuvieron otras bandas, entre ellas King Crimson, ante medio millón de almas, dos días después de la trágica muerte del primer Stone stoned: Brian Jones, sustituído por el en ese día debutante Mick Taylor, luego de que Mick Jagger leyó versos que escribió Shelley en ocasión de la muerte de John Keats y liberaron miles de mariposas blancas y tocaron de la chingada, según recuerda Keith Richards, quien ahora, 44 años y un día después, califica este nuevo concierto, el del verano de 2013, como el mejor que han hecho.
He ahí a Lisa Fischer entrada en carnes, sublimada en pureza canora; he ahí la magia de ese gran pianista, que no tecladista, Chuck Leavell, he ahí el pulgar, el riff y la potencia del bajista negro Darryl Jones, cada vez más reconocido por sus compañeros como un Stone con todas las de la ley.
He ahí la versión de You can’t always get what you want con un corno francés en escena y un sublime coro con preminencia femenina. He ahí la versión insuperable de Midgnight Rambler con su creador, Mick Taylor. He ahí Satisfaction con los riffs de este que en 1969 fue recibido, a sus 20 años de edad, como todo un wunderkind y es ahora un venerable panzoncito, bonachón y más fino aún, más hondo, más llegador fabricante de riffs.
He ahí el mejor concierto de los Stones. Sí, ya sé, hay otros que a muchos les parece fueron mejores. De entre los recientes, el de Copacabana y, aún mejor, el del estadio River Plate. No lo tomen a mal, queridos lectores, sé que ustedes son expertos en el tema y que tienen también sus conciertos favoritos, y que yo no tengo razón, pero el argumento mayor e indebatible es el aserto que todo melómano expresa cuando termina un concierto en el que todos fuimos muy felices: el mejor concierto de los Stones es el que acabo de escuchar. Ya hubo, ya habrá otros mejores.
Porque la felicidad también se llama rocanrol.